domingo, 3 de marzo de 2013

Cicatriz


cicatriz.
(Del lat. cicātrix, -īcis).
1. f. Señal que queda en los tejidos orgánicos después de curada una herida o llaga.
2. f. Impresión que queda en el ánimo por algún sentimiento pasado.

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A los tres años me clavé una aguja en el pie izquierdo. A los catorce se me enredó un taladro en la cabeza. A los nueve me luxé el brazo derecho. A los dieciocho me embistió una bicicleta en una competencia de bicicross. A los seis, ocho, catorce, quince, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veintidós, tuve esguinces en el tobillo izquierdo. Ninguno de esos episodios dejó una huella visible en mí. Si el cuerpo y sus marcas hablan de la propia historia, la mía es apenas un manojo de herencias: dos lunares maternos, una constelación de pecas paternas en la cara y dos callos de tanto andar con los pies semi-planos de mi madre. Lo único que habla por mí -y mi torpeza- es una cicatriz en la rodilla izquierda, que resulta significativa por no tener más.

El origen de la marca no tiene nada de aparatoso: una caída en San Andrés, en el Hoyo Soplador, y el choque de la rodilla con un filo de arrecife de coral. La cicatriz es pequeña; apenas un rasguño. Que ésta sea la historia de mi cicatriz significativa da cuenta de una vida carente de aventuras y de un espíritu sosegado y torpe. Si el cuerpo y sus marcas hablan de la propia historia, la mía es la consecución de dolores ocultos y sucesos de nada.

¿Qué hace que una caída simple deje una cicatriz y un estrepitoso accidente no? Parece que la fragilidad de la epidermis sabe decirnos más que tres siglos de psicoanálisis.

Vuelvo a la cicatriz de mi rodilla izquierda y decido pensar en su sentido de otra forma. A los doce años hice mi primer viaje a San Andrés. A los doce años conocí el mar. A los doce años supe lo que era volar en un avión. A los doce años me coquetearon por primera vez. A los doce años, casualmente, coincidí con mi mejor amiga en el mismo hotel y en la misma calle. A los doce años supe a qué sabía el mar. A los doce años aprendí que la arena podía ser sutil y blanca. A los doce años descubrí que en San Andrés también llovía. A los doce años tuve la primera y única caída que me dejaría una cicatriz.

Veo una foto. En ella estoy junto a mi padre. En la rodilla, una curita. Observo la cicatriz -eso que quedó-. Se parece a la sensación de pegar la oreja a una caracola.

Dice una postal que tengo enfrente: “la memoria no la tumba la marea”. Si el cuerpo y sus marcas hablan de la propia historia, la mía es la resaca de los doce años.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Leo esto: "Ninguno de esos episodios dejó una huella visible en mí." y pienso en uno de los dichos favoritos de mi abuela, "la procesión va por dentro". Y que escribas y recuerdes con tanta claridad todo lo que te ha pasado, y las aparentes pocas huellas físicas que te han quedado, me llevan a pensar que mi abuela tiene razón. Tus aventuras no dejaron huella física.

Y pienso en mí, en que no tengo ni una cicatriz (una de varicela, creo) pero tengo muchas lesiones deportivas que no se notan pero siguen ahí y cuando se despiertan me dejan en cama. Y vea usted, si contara cuando se despiertan un psicoanalista babearía.

Saludos mi estimada.

Lizeth dijo...

Jajajajaa... nuestros cuerpos están de diván.
Ese dicho de tu abuela es tremendo y certero. La procesión va por dentro y los estigmas del Señor también :P.