domingo, 24 de junio de 2018

Antídotos

Leo cosas, muchas. Van de dietas para combatir la depresión (y ya no para tener abdomen plano) a historias ajenas sobre maternidades que curan endometriosis. Leo sobre cómo tomar el sol cura la mente más que perseguir la iluminación en una ciudad fría e indolente de Occidente. Leo sobre por qué la depresión puede tener relación con las pastillas anticonceptivas que tomo hace años y que podría dejar de tomar si me ligara las trompas. En millares de foros, mujeres jóvenes sin hijos dicen que la operación destruyó sus ciclos menstruales y que ahora toman pastillas anticonceptivas para volver a tener la regla. Leo sobre la depresión posparto y la depresión premenstrual y la depresión posligaduradetrompas y la depresión pospastillasanticonceptivas y la depresión de ser mujer. Leo sobre mi Quirón en cáncer en casa cinco: problemas con los hijos y la madre, miedo a la maternidad. Tomar Fluoexitina reduce el efecto de las pastillas anticonceptivas. Meditar puede llevar al suicidio. "Siddharta dijo que alguien que te roza en la calle comparte una experiencia con vos por quinientas vidas", escribe a su vez Mary Ruefle en un poema. Mi papá me pide confiar en Dios, pero yo sé que Dios no traerá el milagro de confiar en mí misma. Julián me pide que recuerde que esto es tan solo una mala racha. El terapeuta de M decía que la "mala racha" es síntoma inequívoco de que nos persigue la muerte. Estudios afirman que la depresión no es resultado de un desbalance químico. Las farmacéuticas dicen que la hierba de San Juan es tan solo un placebo. Bernardo Soares describía su depresión como una parálisis del alma. "En esos periodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer". Para mí la parálisis del alma es ausencia de amor. El amor es fe y voluntad. La fe otorga y en la voluntad reside su potencia. Una chica escribe en su blog que hay que explicarse menos y hacer más. Benesdra comienza El Camino Total diciendo que la depresión solo se combate cediendo a ella, "dejándose invadir con libertad absoluta por la sensación del derrumbe". También decía, ya no en el libro, que los extraterrestres vendrían a robarse un obelisco en Buenos Aires. Tiempo después (de una cosa y de la otra) se lanzaría por la ventana de su apartamento. M dijo (no a mí) que amor es ausencia de miedo. "¿Miedo a qué? Al amor". El amor que quita todo miedo a sí mismo es un amor que otorga credulidad. La fe es un tipo de credulidad que se sabe frágil. Sabe que la creencia es débil o, más bien, que el objeto de la creencia lo es, y aún así se rebela. ¿En qué dioses, en qué dietas, en qué estudios reside el amor? ¿Cuáles ejercicios y meditaciones y baños con yerbas traerán de regreso la voluntad? ¿Habrá fe después de que Marte deje de retrogradar en acuario en mi casa doce donde contacta al nodo sur del karma? ¿Dónde surge la fe y la voluntad? ¿De dónde nace el amor? ¿Cómo se alimenta? No hallo una respuesta que no vuelva sobre el amor mismo (engañoso como petitio principii). En la radio, más temprano, han hablado sobre las diferencias entre un gato aburrido y uno triste. Mi papá dice que seguro Malena también se deprime. Yo digo que no, porque tiene voluntad y energía de sobra. Mi papá dice que no sabemos. Y es verdad, nunca sabemos.

jueves, 1 de enero de 2015

1

Pienso en cuatro o cinco cosas que hablan de mí y mis herencias. Mi madre murió triste. Mi padre nunca estuvo con quien realmente amaba. En las tardes de mi infancia me paraba frente a la ventana a esperar a mi hermano; imaginaba que en lo inmenso de la ciudad que se deja ver desde mi casa podía advertirlo como un punto remoto que salía de su apartamento y venía a mi encuentro. En muchas de esas tardes él nunca llegó. Llevo más de veinte años en esta casa. Hay cosas que se fracturan, que se quiebran y dejan una grieta. Sin embargo, el tiempo pasa por encima, nos roza o nos aplasta, como si nada. No hay nada que detenga ese tiempo. Incluso la muerte –la de los otros y, un día, la propia– es sólo una grieta más en ese curso inmenso de las cosas. Llevo más de veinte años en esta casa y está llena de grietas.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Carta imaginaria para Z

Z,

Hay algo que tienes que saber: por aquellos años de infancia en que fuiste mi mejor amiga pensé que tu padre era el padre de mi hermano. Y cuando digo que en mi imaginación tú y mi hermano compartían padre no insinúo simplemente que el tuyo fuese un hombre de familia -de dos, para ser exactos-. No, es mucho peor. Entre los seis y los ocho años creí que tu padre era el mismo gringo de genética caleña que se casó con mi mamá en Estados Unidos, que ahogó a uno de sus hijos, que robó a mi madre todo cuanto tenía y que hizo que la deportaran a Colombia con algunos meses de embarazo.

No recuerdo bien cómo nos conocimos. Tal vez fue durante las clases de matemáticas en las que salíamos al patio a hacer escalas. Sé que te ayudé con algunas. Me gustaba construir aquellos edificios de números que crecían y decrecían como pirámides. Te acercaste, entonces, bajo el sol de las once de la mañana. Tenías el pelo lleno de rizos apretados, los ojos verdes y la boca gruesa como la de un pez. Quizás ese detalle te hacía menos bonita, aunque nunca me lo pareciste. ‘Labios de negra’ te llamaban. Mientras bromeaban con tu boca, a mí me preguntaban por el lunar del codo derecho. A lo mejor ahí creció una complicidad: tus labios de negra con mi lunar del color de los negros. Era una hermandad silenciosa. También me recordabas a Katherin, mi amiga del jardín. Tenían el mismo pelo de rizos apretados y los ojos del mismo verde opaco. Katherin no tenía labios de negra y era sorda. Ella era una Z que hablaba otro idioma y que en el silencio me enseñó a hacer aviones de papel. Ayudarte a hacer escalas bajo el sol de las once de la mañana era una forma de perpetuar la amistad con Katherin. Desde entonces fuiste fantasma. 

Sólo un año después hablamos en serio; quiero decir, como amigas. Tal vez ocupamos el mismo puesto en el salón y fue inevitable pedir un borrador prestado. Lo siguiente fue compartir la ruta y hacer tareas en tu casa. Entonces conocí a tu familia, a tu madre y a tu hermano. Sabía que tenías un padre y que ese padre vivía lejos. De repente dejabas en el aire algún nombre y un destino: George, Estados Unidos. Pero entonces no tenía cómo sospechar. Todo se fue urdiendo con la lentitud de las coincidencias. Un día te fuiste de viaje a Cali con tu familia paterna. Supe así que tus padres estaban separados por la geografía aunque no por el sentimiento. Seguían siendo una familia de algún modo; una un poco más convencional que la mía. Nunca hablamos de mi madre, ¿verdad? No sabías nada de mí: nunca fuiste a mi casa, ni viste a mi padre. Nunca asistimos a la solemnidad de las presentaciones: papá ella es Z; Z él es mi papá. Mamá, ella es mi mejor amiga; Z, ella es mi mamá. Una vez te hablé de mi hermano, eso fue todo. Mientras tu mamá hablaba al teléfono con tu padre, la mía permanecía en una clínica psiquiátrica hablando del de mi hermano. No sé si luego mi imaginación fue lejos; al menos la historia tenía la ironía ruin de las cosas de la vida.

Uno de esos días en tu casa vi en el corredor del apartamento una foto de toda la familia. Vi a tu padre y en él la cara del padre de mi hermano. Vi sus ojos grandes y oscuros, su piel lechosa y el pelo grueso, largo y ondulado. Había un detalle en la mirada, un asomo de algo por salir. Pensé en los álbumes de mamá y en su acompañante. Entré al baño, me miré al espejo y fijé en mi memoria los ojos de tu padre. Mi cabeza empató las imágenes; en ellas todo coincidía. ¿Me estaría volviendo loca? Confieso que jugar a la espía me llenaba de emoción en el pecho. No parecía asistir a una coincidencia macabra, sino a una historia para mi entretenimiento infantil. “¡Vamos a armar este rompecabezas!”, me repetía excitada. Y así me fui a casa: con la cara de tu padre a un lado y la del padre de mi hermano al otro; parecían los ladrones junto al Jesús crucificado. Fui capaz de ver a mi madre sin soltar una palabra. Me guardaría la adrenalina de la posibilidad hasta la confirmación. Esa noche me dormí con la sospecha en la mente. Todavía era eso y nada más. Tuve que esperar a la mañana siguiente para tener una revelación. Llegamos al salón, nos sentamos y la Hermana Edelmira comenzó a llamar a lista. De la A a la Z, del 1 al 45. Nombres y apellidos que no decían nada. A veces esos nombres y apellidos coincidían de forma arbitraria. No era mi caso. En tercero de primaria no había más Lizeth que esta Lizeth, ni más León que esta León. También tú eras la única Z y la única Ruiz. Ruiz, Z: ¡presente! Ruiz, Z. eras tú. Ruiz, R. mi hermano. 

Una monja leyendo nombres y apellidos dejó un cabo suelto, una sutileza obvia que sólo se hizo evidente con el llamado. Tú y mi hermano compartían el mismo apellido. Después del llamado a lista vino la oración de la mañana. En el nombre del padre, en el nombre del hijo, del Espíritu Santo, amén. En el nombre del padre… George Ruiz y George Ruiz. ¿Dos personas distintas y un solo Dios verdadero? Parecía demasiado. George Ruiz de familia caleña, de madre norteamericana, residente en Estados Unidos. No me lo podía creer. Lo pensé y temblé. Seguramente trataste de llamar mi atención varias veces, quizás te resulté particularmente distraída. Todo el día y toda la noche contemplé la posibilidad de que fueras hermana de mi hermano; de que nos uniese algo más que los labios de negra y el codo de negra y las escalas y el borrador. Te pensé como una hermana, una un poco más real. Nunca medí el sufrimiento si eso llegaba a ser cierto. 

Alguna vez quise preguntar por tu padre; más datos, más pistas que pudieran terminar de tender ese puente inverosímil. Pasé muchas tardes en tu casa pretendiendo aquella fotografía. Una imagen perdida en un corredor de un apartamento en una cadena de apartamentos. Tantos posibles lugares en el mundo para hallar un fotograba de ese tipo y lo vine a encontrar en tu casa. La última vez que te vi como una amiga se cruzaron nuestras familias. Fue un 7 de diciembre, día de nuestra primera comunión. Tú llevabas un vestido de encaje blanco y los rizos apretados peinados a fuerza. Te habían pasado algo como una aplanadora por la cabeza. Yo llevaba un vestido ancho y un racimo de lirios. Sentí tu envidia cuando el sacerdote notó que mi corona tenía tres perlas colgantes en la frente. La tuya tenía una, como las de cualquier cristiana. Aquel sentimiento humano parecía la antesala de nuestra despedida. No coincidimos en la fila de la eucaristía. Tomaste la comunión primero por algún azar ceremonioso. A la salida nos vimos de frente. Apenas nos saludamos. Viste a lo lejos a mi madre y yo vi de lejos a la tuya. Te fuiste en compañía de tu hermano y yo en compañía del mío. Tu padre no estuvo. Soñé con su presencia.

Al año siguiente nos separamos por una decisión. Tú pasabas a cuarto y yo tenía la opción de saltar ese año y entrar a quinto. Acepté sin consultarlo contigo. Tal vez te llamé para darte la noticia; tú fuiste parca ante el suceso. No volviste a invitarme a tu casa en esas vacaciones. El primer día de clases lejos de ti fue difícil. Te extrañé de algún modo. Anhelé la familiaridad de nuestros encuentros. Ahora yo estudiaba en la mañana y tú en la tarde. Sólo tendríamos el chance de cruzarnos unos minutos entre el cambio de jornadas. Ese día te busqué, no sé si lo recuerdas. Te vi a lo lejos en el patio y corrí a saludarte. No fuiste capaz de mirarme a los ojos; me saludaste con el desdén de las personas de paso. Ese día entendí que nada concreto nos unía, ni siquiera la imaginación de las coincidencias. Quise abandonar todas mis hipótesis. A lo mejor merecías la imagen feliz de tu padre y yo la tranquilidad de los que no sospechan. 

Los humanos nos afectamos de formas muy extrañas: olvidé al instante mi propio novelón mexicano, pero no la decepción de tu indiferencia. No sé, Z, si estaba en lo cierto. Creo que no. Por esos años me gustaba pensar demás y es probable que haya cedido al perverso encanto del que descubre un secreto. Ya no sabremos si mis delirios de infancia eran sólo eso. No importa. Te veo a ti, Z, como un punto lejano en el continuo espacio-tiempo. Te escribo esta carta, Z, y te saludo con la mansa convicción del desencuentro. 

domingo, 8 de septiembre de 2013

Zoom in

Microscopios para atravesar las capas de lo aparente y observar objetos diminutos. Telescopios para hacer real al ojo la vastedad del universo. Cámaras de veintenas de megapixeles para fijar en el recuerdo las cosas lejanas. Televisores en alta definición para ver hasta la más mínima gota de sudor de un jugador de fútbol. Gafas en 3D para simular que el cine también se puede tocar. Satélites para pisar calles a todo color sin nunca salir de casa. Máquinas de rayos X para rastrear el contenido de los equipajes. Ojos biónicos para las personas ciegas de nacimiento. Superhéroes para soñar con sentidos amplificados. 

Desde los chinos del Siglo X que ajustaban el mundo a la incoherencia de los ojos con un par de lentes ajustados a dos aros de madera, desde Roger Bacon y los italianos y el S. XIX que corrigió el astigmatismo, desde las operaciones LASIK con cuchilla y el láser de femtosegundo, hemos cortado, pulido, inventado para acercar lo lejano y atravesar lo cercano. Hemos ampliado, ampliado y ampliado. Somos la generación zoom in

Pero un día amplifiqué tanto el mundo que se pixeló. 

**

E. Efe Pe. Teeee, ooooo, zeeeeta. No alcanzo a leer más. Ahora así. Ele, pe, e, de. Peeee… eeee, ¿de? Ahora con éste. Y éste. Con éste ves mejor o con el anterior. Con éste. Y con éste o con éste. Con ese. ¿Y entre éste y el primero? Con éste. Muy bien, ahora pasemos a la máquina -porque también hay máquinas para que un ojo vea dentro de otro ojo-. Mira la luz. Abre bien el ojo, pon la quijada ahí abajo y pega bien la frente. Eeeeso. No cierres no cierres no cierres. Mira la luz azul. Abre bien. Mírame detrás de la oreja. Aquí, eso. Ahora aaaaquí. Muy bien. 

Ven por acá pasamos a explicarte lo que pasa. Pasamos porque todos, médicos, odontólogos, optómetras, fisioterapeutas, neurólogos, psiquiatras, todos todos nos hablan desde la primera persona del plural. Se involucran. Sienten nuestros males. Zoom in, zoom in, zoom in. Y entonces sacan un modelo a escala: un ojo de cerámica que nos permite ver cómo es el ojo humano gracias a un zoom in hecho entre ciencia y artesanía. 

Lo que tenemos es una miopía de menos cinco ya prácticamente estable. Pero si vemos aquí, esto es la córnea y la tenemos desviada. Si vemos acá se ve curva y en la foto que tomamos encontramos que la tenemos como un cono. ¿Nos estamos aplicando las lagrimitas? Sí señor. Es que esa forma de cono nos genera un astigmatismo no corregible con gafas. ¿Queremos gafitas o lentes? Gafas. Este enrojecimiento que tenemos es por no parpadear bien y por alergias y por el computador -y, en fin, por el mundo-. ¿Nos estamos aplicando el antiinflamatorio? Sí señor. ¿Estamos usando el computador a la altura debida? Sí señor. Esos vasitos los podemos disparar con láser y desaparecen, eso es porque no nos hemos hecho caso. Y pues como te decía, la miopía la tenemos bastante estable. Yo creería que ya nos podríamos operar. Si nos decidimos podemos ordenar unos exámenes de córnea y listo.


Operarnos. Operarme. Ver bien. Todo el tiempo. Ver la nitidez de las grietas en el techo todos los días al abrir los ojos y los detalles de la lámpara que mi abuelo ganó en una partida de ajedrez cada vez que tenga insomnio y las diferentes caras de la gente por la calle, las de ojos salidos, las de ojos hundidos, las redondas, las mofletudas, las delgadas, las ovaladas, las de narices chatas, las de narices con las que se podría hacer un remake de Tiburón, y los dientes blancos de la gente linda y los dientes chuecos de la gente del mundo y los amarillos de los que toman tinto y el bling bling de Madonna en el televisor y el televisor brillante a todo color y los subtítulos de las películas y los números de las sillas en el cine cuando ya han empezado los cortos y el piso y las escaleras y las rutas de Transmilenio y los letreros de los buses y los taxis que van libres y los taxis que van ocupados y los carros que vienen a un metro, a diez metros, a dos cuadras, y la gente conocida que hace cara de tons qué y la gente desconocida que parece familiar y la gente que es amiga de un primo del exnovio de una tía del hermano de un sobrino de una amiga del colegio de A y a éste que lo he visto en Twitter y a aquella que vi en un concierto y los conciertos desde el gallinero, el palco, la platea y la gente de bien, la gente divinamente, y los agentes del mal -que a veces son la misma gente de bien- y la comida y los colores de la comida y los detalles de la comida y no confundir una oliva picada con un pepino picado y el menú y los letreros y el precio de las cosas y la propia cara en el espejo y las pecas y el broche de los zapatos y el detalle de los vestidos y el mundo más pequeño, más lejano,  y ver las letras pequeñitas del computador cada vez que escriba, y la hoja en blanco cada vez más blanca y brillante, y la velocidad de la barrita que titila y titila, esperando a que uno escriba, cada vez más lenta.

Volver a la nitidez del mundo que se me negó a los ocho años cuando perdía las evaluaciones de matemáticas porque aquello no era una suma sino una división y el tablero era blanco y acrílico y reflejaba el bombillo de las clases de siete de la mañana. Ver bien después de aquella promesa vacía de tener que usar gafas durante la infancia y la adolescencia temprana porque si usamos las gafitas a los dieciséis ya no las vamos a tener que usar. Nos habremos curado como el ciego de Jericó. Pero no nos curamos. Nunca ocurrió el milagro favorito de las novelas mexicanas -doctor, puedo ver, Virgencita de Guadalupe, puedo ver a mi niño-. Y como desde los catorce advertía el engaño fui dejando de a pocos el artilugio de los chinos del siglo X. 

¿Por qué las dejé? Porque el ojo es un músculo que se entrena sin usar las gafas. Porque me caía por ahí y quebraba las gafas cada dos meses. Porque con ellas no podía practicar capoeira -y sin ellas tampoco-. Por vanidad. Porque me crecían unas ojeras tremendas que descubría en las fotos 3x4 fondo blanco. Porque no volví a ver televisión. Porque dejé de tomar apuntes en las clases. Porque no me gustaba encontrarme a la gente. Por timidez. Porque de tanto dar zoom in a la fuerza el mundo se pixeló. 

Hubo también, no lo niego, algo de riesgo. El mismo que nos encanta en forma de viento frío dando sobre la cara cuando vamos en una moto a toda velocidad, cuando cruzamos la calle sin fijarnos si viene un carro o, en fin, cuando hacemos algo por euforia a pesar del miedo. Soporté tomar el bus equivocado hasta llegar a zonas desconocidas porque aún consciente de mi error la pena no me dejaba bajarme. Me acerqué a las mesas de las personas equivocadas siempre con cara  de sé quién eres, sé que me esperas, te reconozco. Pedí en los cafés bebidas cuyo precio no alcanzaba a ver -ni a pagar-. Anduve por ahí, como el tango, a media luz.

¿Y cómo es que, pese a esto, me obstiné en abandonar una parte del universo de posibilidades de la generación zoom in? Porque ver borroso es también una forma de extrañar el mundo.  

A menudo uso las gafas sólo en casa, cuando estoy frente al computador o cuando cocino: el remanente humano evolutivo de la necesidad de ver lo que se hace. Pero al salir vuelve todo a la normalidad. Los conocidos son conocidos porque reconozco la gama de colores a lo lejos y su forma de caminar. Los buses sirven o no según los colores. Las calles me gustan o no según los contornos. Miro los rostros de frente y sin pudor porque siento que en realidad no los veo. La posibilidad de ver bien todo el tiempo me asusta. 

Las noches desde aquí son un cuadro oscuro cubierto de una luz amarillenta que parece humo. Desde hace tiempo el autobús llega al Auditorium pasando por los puentes de la Calle 26. El Auditorium de Roma y la Calle 26 de Bogotá. Los puentes no tienen nada del otro mundo: no son el hoyo negro ni la promesa cuántica de viajar en el tiempo espacio. Son los puentes de Ponte Fiume en Roma que sin gafas se transforman en la versión impresionista de los puentes de la Calle 26. También veo gente que se parece a otra que en realidad no se parece en nada. Veo sensaciones. Impresiones que las cosas que conozco van dejando en mí. A veces para extrañar es necesario alejarse. A veces para enfocar hay que dar zoom out



lunes, 2 de septiembre de 2013

Mascotas

Cuando yo nací Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que "esto era un potrero" o "aquí quedaba una laguna" y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban miedo, los pájaros canturreaban en las mañanas y los loros sabían decir "hijueputa". Pero yo no tuve ni perros ni gatos ni pájaros ni loros. Cuando el campo ya quedaba lejos, tuve cuarenta gallinas. 

Cuarenta gallinas en una casa de La Candelaria, entre el brevo y el cerezo y la hierbabuena y el romero y la enredadera y el saúco y las uchuvas y el yantén. Cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar, después del patio y junto a la casa de los gnomos porque mi casa, no se imagina, es una matrioska de ladrillo con una casa más pequeña en su interior. En la casita, que es una habitación, vivía Doña Angelita: una vieja de ojos verdes, dulce y pequeñita, que tomaba changua en las mañanas en un pocillo de flores que giraba y batía antes de cada sorbo. 

Cuarenta gallinas rojas, cafés, blancas, rebosantes de plumas, gordas y bulliciosas a las que yo enseñaba a leer mientras empollaban huevos doble yema. Aquí la a, aquí la c, diga kokorokó, usted por qué no hizo la tarea. Cada una tenía cuaderno, nombre, expediente. Cuarenta gallinas y cuatro patos que entraban peinados y en fila a clase y que a la hora de leer se desordenaban y revolvían la comida sin control. Entonces me transformaba en una maestra estricta, regla en mano golpeaba el tablero: a ver Josefina, qué dice acá. Vocalice, mijita, que no se le entiende nada. Reglazo. Quack quack quack quack. Reglazo. Los patos andaban en fila como bebés con piernas de alicate. Reglazo. Las gallinas miraban el tablero, miraban arriba, miraban abajo, miraban la regla, miraban los patos, miraban el brevo, miraban la casa de Doña Angelita, miraban el patio, miraban los cuadernos, miraban las letras, miraban los árboles, miraban la enredadera, miraban el tapete de llantodebebé, se miraban entre ellas, miraban la profe. Dispersas, dispersas, dispersas, dispersas. Reglazo. Tensas, tensas, tensas, tensas. Reglazo. Quack, quack, quack, quack. Reglazo. Me subía la ira del profesorado. Reglazo. Los patos hacían charcos de agua. Reglazo. Las gallinas lo sabían todo sobre aquello de pagar el pato.

Después de las clases algunas lograban dejar el corral para correr con esa calma zen de las gallinas que siempre parecen a punto de volar. Y volaban, digamos. Volaban como los aviones de papel que hacíamos con mi hermano: bajito, poquito y mediocre. No era un vuelo sino el aleteo torpe de la caída. ¿Y qué hacían cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar de los León Borja, tan lejos del campo y tan cerca al Palacio de Nariño? Producir. Las gallinas ponían huevos doble yema, gigantes, deliciosos. ¿Y los patos? Comer, comer para engordar y algún día producir. Comer para algún día ser comidos. Todo un emporio avícola cuya virtud fue producir más en la cabeza de mi padre y en los anhelos de mi madre que en la realidad del solar. Ese era el rebusque planificado de un andariego capitalino -papá periodista, dos viajes a Europa- y una campesina tolimense hija de campesinos que una vez vio al diablo y a la Virgen de Chiquinquirá. 

Pero los huevos se vendían, sí. En la tienda de Doña Lucía que entonces era de Doña Rosa, en el mercadito de Don Álvaro, en la carnicería de la loma. Otros se quedaban para la casa: los huevos fritos de mis desayunos, los huevos con arroz y atún de mi hermano, los huevos de la changüa de Doña Angelita, los huevos para la torta de espinacas de mamá, los huevos tibios -más bien crudos- que hacía papá. Un idilio de yemas cremosas, amarillentas, almíbares salados, y claras tostaditas, batidas, espumosas. Comimos huevos hasta que dejamos de tener gallinas y tuvimos gallinas hasta que dejaron de comprarnos huevos. Lógicas de mercado. 

El día que dejamos de vender huevos mi papá vendió los patos. Porque olvidaba decir que mientras las gallinas ponían huevos para medio barrio, los patos comieron y crecieron como nadie pensaba que un pato para la venta, en la ciudad, podía crecer. Fuimos incapaces de sacrificarlos, algo los queríamos; pero el amor no es más fuerte, es el hambre. En Paloquemao comenzó el tanteo y allí se quedaron. ¿A cómo los patos? A tanto. ¿Los va a llevar? No, tengo cuatro para vender. ¿Y a cómo los vende? A tanto con tanto porque son más grandes que los que usté me vende a tanto. Mi papá encapuchó a dos, los vendió y plata en mano se encargó de cerrar el negocio llevándose a los dos restantes. No más patos en esta historia ni en el solar ni en las clases de lectura. Cuatro patos que sabían leer, la mejor educación que un pato haya podido recibir; ni siquiera el patito feo que se convirtió en cisne era capaz de leer el cuento sobre el patito feo que se convirtió en cisne. Los míos sí. Cuatro patos lectores en la plaza de Paloquemao.

Basta de lágrimas. Dejamos de extrañar a los patos con la siguiente tanda de huevos; aunque un día los huevos mismos fueron insuficientes. ¿Y ahora? ¿Vender las gallinas? Imposible. Matemos una. ¿Pero cómo? Yo le digo cómo. En la esquina de la casa se plantaba Mercedes, Merceditas, la viejita de los aguacates y los mamoncillos y las frutas malas que botaban en Paloquemao -donde algunos patos sabían leer-. Mercedes, Merceditas, campesina morena y recia, de trenzas blancas, negras, blancas con negro, saco azul y delantal. Mercedes, Merceditas, mamá de Inés, abuela de dos muchachitos. Mercedes, Merceditas, la que quería a papá por comprarle aguacates sin pedir rebaja y a mamá porque, cuando se enloquecía, le regalaba a Inés y a los niños toda nuestra ropa. Mercedes, Merceditas, la que me llamaba niña carlitas, porque la hija de Don Carlos es muy hija de su papá. Mercedes, Merceditas, no me diga niña carlitas. Como su mercé diga, niña carlitas. 

Mercedes, Merceditas, sabía matar gallinas. Deje mija que yo voy el jueves y le enseño cómo es que siace. Y así fue. Mercedes, Merceditas, llegó a las cinco de la tarde, cuando el sol escaseaba en el patio y las gallinas se adormilaban. Pasó derecho por la cocina, salió al patio, entró al solar. El cuento, mija, es muy sencillo. Vusté elige gallina y la deja tomar confianza; la corretea por todo el patio y la agarra endespués con fuerza. Dígale al chino que aliste cuerda pa amarrarle muy bien las patas y con el animal dominado su mercé le tuerce el pescuezo. No me le vaya a dar pena ni se ponga vusté con cuentos, eso déle con enjundia que así le sabe más güeno. Deja la gallina muerta, le reza tres padres nuestros, alista el platón con agua, uno grande y que esté hirviendo. Busté le suelta las patas, agarra el animalejo, lo dentra en agua caliente y deja que afloje el cuero. Le va quitando las plumas, con maña y sin tanto agüero y toitico pelaito lo abre y saca los huevos. ¡Límpiele bien la sangre! ¡Desprésela poai derecho! ¿Sí ve que no tiene ciencia? ¿Vusté no se crió con eso?

Parecía echando un conjuro, una bruja en un aquelarre. Mercedes Merceditas con gorro de bruja y nariz de bruja y cucharón de bruja. Mercedes Merceditas con una escoba Mercedes Benz. Ese día mataron una y cada tanto mataban otra. Mercedes no volvió pero mamá siguió el ritual. Otras cinco, otras diez, otras quince, otras veinte. Otras y otras hasta que fueron treinta y nueve. Sancochos, ajiacos, sudados, gallinas criollas. Suculentos platos con gallinas letradas y estudiosas, que habrían podido leer de corrido "Las mil y un recetas colombianas con gallina". Y comimos -¡vaya si comimos!- con gusto y pésame todo ese desfile de carne colegial. 

Llegó el día en que sólo quedaría otra para el último ritual. Siempre jueves, a las cinco, mamá correteó la gallina y la agarró como una experta. Mi hermano la ató de las patas, ambos la aseguraron bien. Mamá le torció el pescuezo y la soltó un poco después. Entre los tres la desplumamos, la limpiamos, la rajamos. Sin más, sin dolor, por costumbre. Una parte de nosotros fue su infierno y fue su cielo. ¿A dónde van las gallinas cuando mueren? Al estómago de los comensales. Entre todos devoramos las letras, los sonidos, mi mamá me mima mucho yo amo a mi mamá. Tragarse las palabras -¿pudo ser más literal?-

Para cuando matamos la gallina cuarenta algo en nosotros había cambiado. Yo no daba más clases, jugaba sola al correo, y mamá no cocinaba tanto porque se enloquecía más seguido. Mercedes Merceditas dejó de vender a diario y mi papá compraba aguacates pidiendo alguna rebaja. Los corrales se los comió el óxido y la mugre hasta que un día la inercia no dio más y los quitamos. Volvimos a comer huevos, de una yema, cada dos días. No hubo más sancochos ni sudados. Si las gallinas vivieran aquí leerían FIN.

martes, 25 de junio de 2013

Taxidermia

Señoras y señores, hoy se enfrentan dos animales salvajes por el torneo de lucha y artes marciales Alpín con papas de pollo. En esta esquina: Osis, el oso que parece el perrito de la Séptima; y en esta otra: Elephantín, el elefante de orejas azules y ojos azules y patas azules. Cooooomienza la pelea. Elephantín se abalanza sobre Osis, que lo esquiva con un triple salto mortal. ¡Qué gran maniobra, señores! Osis se eleva y lanza una patada al gran Elephantín, ¡oooooohhhh! -grita el público-. ¡Fue un golpe hábil! Elephantín se levanta y arremete contra Osis. Lo ha tumbado al suelo, ¡sí, señor! ¿Qué vemos ahora? Pero si es Elephantín dejándose caer sobre el peso pluma de Osis… Poooobre Oooosis. Elephantín por fin lo deja libre y lo espera en posición de lucha. Osis no se ha podido levantar del suelo -ovación-. ¡Osis! ¡Osis! ¡Osis! gritan sus compañeros Conejis, Firulais y Coco desde la tribuna. Ha quedado muy débil. ¿Cómo? ¡Osis está reaccionando! ¡Hay furia en sus ojos! De repente Osis se levanta de un salto. ¡Qué duro contrincante el que tiene Elephantín! Osis despliega lo mejor de sus habilidades. Los golpes de Elephantín no lo amedrentan. ¡Momento! Vemos un fulgor… ¿acaso es…? Sí, señores… es… es… la gran bola de fuego de Osis, su ataque secreto. El público abre la boca y permanece atónito. 

Graaaannnnn booooolaaaaa deee fuuuuuueeeeegggggooooooo, ¡a él! 

Lo ha hecho. Osis ha lanzado su ataque de alto nivel contra Elephantín. Crrr crr crrr, ¿qué es ese sonido? Tara tin… tin… tin… ta ra… tin… tin tin tara tin tin… tin tara tin tin tin tara tin tara tin tara tin tara tin tara tin tin tin tin… tin. Todos en el escenario sienten los ojos muy pesados. Ouuuuuugggghhh, ¡qué sueño! La gran bola de fuego se deshace y Osis se desploma sobre el ring. 

–¡Eso fue trampa! 

–No, Elephantín puede sacar su ataque musical si Osis saca su gran bola de fuego.

–¡Tramposo! ¡Usted es un tramposo! Osis no tiene música y usted es un gallina que no pudo defenderse con los golpes de Elephantín.

–¡Yo no soy ningún gallina! Más gallina será usted. Más bien camine por el Alpín y las papas donde Doña Lucía.

–Bueno, pero ponga otra vez la música de Elephantín. 

Crrrrrr crrrr crrrr crrrr. Ta… ra tin tin tin, taratín tin tin, taratin tin tin…

–Noooo, pero más rápido. Vea. 

crrrcrrrcrrrrcrrrrcrrrrr.

Taratintintintaratintintintaratintintintaratintintintaratintaratintaratintaratintaratintintintin.

Risas.


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Los elefantes tienen un cuerpo difícil de confundir con el de cualquier otro animal. El cerebro del elefante pesa aproximadamente 11 libras. Pertenecen al género de los proboscidios por la forma alargada de su nariz. Son más de 40.000 los músculos únicos en la trompa de un elefante. Mami, ¿por qué Elephantín no tiene colmillos? Porque es un elefante bebé. A ver, ayúdame a abrir aquí con mucho cuidado. 

La operación consistía en soltar las costuras de los muñecos con un punzón y vaciarlos uno a uno. Cuando por fin abrieron a Elephantín, L notó que era muy distinto a los elefantes de las láminas de anatomía animal que vendía su papá. No halló los 36 metros de intestinos ni el enorme esqueleto, sino a un animal relleno de madejas gruesas de algodón que su madre sacaba de a trozos con las manos. El corazón, envuelto en la gran nube, tampoco era una bomba rojiza y carnosa, sino una cajita de plástico y metal del tamaño de la palma de la mano. 

De la cajita salía una palanca con un pequeño disco colgado, mecanismo que atravesaba la piel del animal como un cordón umbilical entre su organismo y el mundo exterior. Al girar la palanca el corazón emitía sonidos, palpitaciones melódicas que se aceleraban o se hacían más lentas según la velocidad del movimiento. Bastaba con hacer girar la palanca un par de veces para que ésta andara en el sentido contrario mientras latía el corazón. 

Después de la cuidadosa disección, Elephantín estaba listo para ser sumergido en agua caliente con jabón. L metía las manos en el agua hasta que los dedos le quedaban con arrugas. Pronto los ojos del elefante tomaron un brillo nuevo y las orejas recobraron su tono original. El líquido, sin su tibieza inicial, iba tomando el color de los elefantes de los libros.

Terminado el baño, la mamá de L retorcía al animal hasta sacarle el agua y lo colgaba sobre las cuerdas del patio agarrándolo de las orejas con un par de ganchos. L sentía lástima y dolor; impresión que se atenuaba al ver a Elephantín limpio y con olor a suavizante. Con algunas jornadas de sol y viento nocturno, Elephantin estaba listo para ser planchado y rellenado. 

Con la misma ritualidad de la primera operación, L y su mamá tomaban las tiras de algodón y las introducían en el cuerpo del elefante. Se trataba de una labor quirúrgica compleja, parecida a la de una cirugía estética: devolver al animal su madeja de órganos y sus tejidos vitales, procurando conservar la armonía de sus formas. A veces una pata quedaba más gorda que la otra, lo que comprometía la dureza y redondez del estómago. "Ahora un brazo deforme; dejemos la trompa vacía". La madre jugaba y L reía.

Todo adentro no quedaba más que poner el corazón, cerrar las costuras y dar el soplo de vida. Pero antes L examinaba la cajita de los latidos. Aunque pequeña, era pesada. La niña giraba la manivela y acercaba la cajita a la oreja. Dentro se escuchaba un sonido monocorde, como de motor, que se camuflaba con la aguda melodía del latido. Taratin tin tin, tara tin tin tin, tara tin tin tin, tara tin tin tin, tara tin, tara tin, tara tin, tara tin, tara tin, tin tin tin tin. El corazón del elefante tiene el latido más misterioso. Eso no lo decían los libros de biología, ni la Enciclopedia de Carlitos sobre el mundo animal. Bastaba girar la manivela para evocar las tardes de lucha selvática entre L y su hermano, las disecciones con su madre, los rituales de limpieza. 

Por años L y su madre repitieron la maniobra: dejar que el polvo cayera sobre el elefante, quitar con el punzón las costuras, vaciar el animal, sumergirlo en agua y jabón hasta dejar una resaca gris, retorcerlo, quitarle el agua, colgarlo al sol y al frío de la noche. Cada vez que el animal era llevado a la mesa de operaciones algo se perdía: un poco de algodón, un poco de inocencia, un poco de dureza en el tejido. Un día no hubo más remedio que abandonar la flácida epidermis poniendo a salvo únicamente el corazón. 





lunes, 24 de junio de 2013

Conectar

Conectar. Tender puentes para caminar [Todo lo que quiere E en la vida es caminar, me digo]. Congregar. Unir puntos lejanos. De pequeña no hacía más que pegar stickers y armar figuras trazando líneas que conectaban puntos numerados en revistas que mi padre me compraba. Si vuelvo sobre mi memoria, descubro que mi capacidad de recordar eventos insignificantes, detalles que la gente soslaya, es asociativa. Si me torturo vitalmente pensando en eventos cotidianos, generando coincidencias, buscando con desespero señales inequívocas, es porque conecto sutilezas. 

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F piensa en literatura. Es lo más importante en su vida y está por encima de cualquier cosa. Todo cuanto tiene es la literatura. Es su refugio. Quiere escribir para él. Maricadas, dice. No quiere publicar, no quiere botarlo al mundo. Escribe para sí. No sé la historia de la Torre de Babel; sólo reconozco su figura. El gran edificio asciende. Se eleva hasta al cielo. A lo mejor tiene un final, pero se pierde. Imposible verlo -además soy miope-. En lo alto de la torre -como en los cuentos de caballería- está F. También es una isla. La literatura es una isla donde F de Faro vive. A veces da una luz desde su isla. La luz salva. De repente un náufrago advierte la luz y, envuelto en ella, se deja llevar hasta la isla. ¡Tierra! Por fin la tierra después de no tener anclas ni solidez. Llega a la isla que es la literatura y no hay nadie. Muere solo en la isla salvado por la luz del F de faro. 

E quiere caminar. E caminaría todo el litoral del caribe colombiano. Caminar supone recorrer caminos, conexiones que otros hicieron. Pero también implica trazar caminos nuevos, conectar. A veces siento que dibujo figuras para que E las camine.

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¿Existe una pasión en la que quiera sumergirme por el resto de la vida? 

No hay forma de caminar hasta una isla. No hay manera de trazar caminos para quien no quiere recorrerlos.

domingo, 16 de junio de 2013

Monedas



Una moneda separada de otra por un dedo índice. Tac, tac, tac. Los metales chocan cada vez que el dedo se mueve, separando y alejando las monedas. El dedo índice pertenece a una mano inquieta y nerviosa. La piel es áspera, aunque vulnerable. Hay arrugas y venas que se anuncian como las puntadas derecho y revés de un tejido a dos agujas. Mientras el dedo juguetea, las otras monedas se sacuden. Hay algo en aquel tintineo sincopado que lo tranquiliza. De repente la mano entera se sumerge en el espacio ancho del bolsillo y deja que las monedas bailoteen como peces. La mano se mueve mientras él espera. 

El que espera se sostiene en un par de pies deformes. Son blancos como la leche y los dedos están montados unos sobre otros. En algún momento esos pies fueron suaves y bien torneados. Pero las formas humanas cambian con el tiempo y sus envoltorios. El cuero duro y las hormas angostas de los zapatos modificaron el curso de su andar. Cosas de la moda, dice una voz atemperada. Los pies, hechos dos arcos que se encuentran -como si el pie derecho saludara al izquierdo- ahora reposan sobre unas sandalias cáligas. 

El cuerpo que esos pies sostienen pesa 53 kilos y la figura menuda apenas supera el metro y medio. Todo él es tan blanco como los pies, salvo la cara, que es más morena y pecosa. Aunque el que controla sus gestos simula ser un hombre enojado, no hay severidad en sus formas. La nariz es delgada, el mentón ancho y las cejas dos líneas débiles que bien parecen las aristas del tejado de una casa. La boca es menuda y los dientes angostos. La frente, amplia y llena de líneas, es el único detalle que sugiere un enojo. Pero la furia se deshace al advertir cómo miran sus ojos pequeños de color indefinido -un poco de gris, un poco de café, un poco de azul-; es como si siempre estuvieran a punto de llorar. Quizás por ello ese rostro carece de grandes gestos; en cualquier caso parecerá tranquilo y triste. Si se ríe, la sonrisa no será ancha; sólo habrá un leve sonrojo. Si se enoja, no habrá dureza en la mirada; el rostro sólo será más pálido. 

El pelo merece un capítulo aparte. Sin ser abundante, la naturaleza lo bendijo por escapar de la calvicie y por tener apenas unas pocas canas. Pero también es delgado, liso y enclenque; es un pelo falto de carácter. 

De ese cuerpo sostenido en unos pies que se saludan, sale la voz que escuchamos más arriba diciendo cosas de la moda. La voz a veces coincide con los ojos porque también sugiere que el hombre está a punto de llorar. Cuando se enoja, sin embargo, sus inflexiones cambian y se vuelve insidiosa. Un sirirí. La voz, toda voluntariosa, parece entonces un eco de montaña. 

En medio del relato el dedo índice sigue jugando con las monedas. A menudo hace lo mismo con el roce de las servilletas después del almuerzo y con los volantes que recibe por la calle. Dicen que es un ademán propio de los Libra. Pensar en los astros y en la predestinación de los gestos como una forma de decir que el azar no existe y que la genética no se equivoca. Entender la genética como un capítulo del universo, polvo de estrellas. Nadie en una cadena ascendente comparte ese gesto; ni su padre muerto, ni su madre perdida, ni sus hermanas -una blanca, otra morena-. Pero si se toma la cadena del sentido contrario, descubrimos que su hija a veces lo repite y que también dobla y roza con el dedo las servilletas y los volantes. Un ademán propio de los Libra en el código genético de un Aries. 

Todo lo que nuestro hombre en cuestión es se aglutina en la figura de su hija. Descubrimos en el recelo de sus gestos más cercanos la timidez juvenil. Le cuesta revelar afectos aunque parezca siempre a punto de llorar. A pesar de ello su trato es dócil. A veces la voz voluntariosa -el sirirí- cede dejando caer un cadencioso "su mercé". En otros momentos la mano áspera deja de jugar con las monedas y en su amplitud se vuelve suave al roce del pelo de su hija. El pelo de ella es el pelo de él -liso, delgado y enclenque-. A ella, como a su pelo, le falta el carácter que a él le sobra. Lo sabemos por sus reacciones dispares en una misma situación. Supongamos que ambos coinciden en la mesa de un restaurante y alguno de los dos pide una cosa y recibe otra. Él protestará sin reparos, para eso paga. Ella se resignará evitando de cualquier modo las molestias. 

Él es pacífico como su padre. En general rehuye al conflicto y a cualquier forma de violencia. Su valentía verbal se queda corta ante su figura y sus herencias. Puede alterarse y reclamar lo suyo; pero al menor asomo de un puñetazo abandonará el ring. Esa herencia masculina -típicamente femenina- se imprime en el temperamento de su hija. La ausencia de maltratos le han procurado un espíritu sosegado. La tranquilidad de ella a veces lo exaspera. Demasiada parsimonia, demasiada ausencia de movimiento. Él precisa un mundo en el que pase algo, ojalá rápido, porque la quietud le resulta una antesala de la muerte. 

Es un hombre generoso aunque le preocupa el dinero. A menudo esa preocupación es nerviosa y obsesiva, aunque siempre inocente. No tiene la malicia de los que negocian; tal vez por eso se preocupa. A cambio, la genética paterna le otorgó una inmensa creatividad. Es un inventor de formas de hacer las cosas: cocina con método, crea toda suerte de empaques para cargar las cosas y por muchos años lavó la ropa con un juego de baldes simulando el mecanismo de las lavadoras. Su creatividad, como nos contaría un libro de biología, está en función de su supervivencia. Pero de un tiempo para acá sobrevivir dejó de ser relevante para él como una condición individual. Defenderá su vida mientras pueda, claro. Podemos imaginar que no le teme a la muerte, salvo porque piensa con frecuencia en cómo ese destino natural incide en la vida de su hija. 

Por años la ciencia ha querido intervenir el incierto futuro. Hoy no sólo es posible saber el sexo ganador en una carrera de espermatozoides, sino prever el color de sus ojos y las enfermedades que ha de padecer. Con un poco de suerte y sin necesidad de la cuántica, podemos explicar aquella manera de jugar con las monedas. Armados con las técnicas de la razón procuraremos modificar el entorno social lo suficiente para que el misterioso lenguaje genético se manifieste de la manera más armónica. La selección natural llevada a su perfección en búsqueda de un hijo para cada padre sin que logremos entender lo que no tiene elección: la asignación de un padre para cada hijo. 

Parece que hay mucho de aleatorio en el hecho de que aquél hombre sea el padre de esa chica, y no otro quizás más alto y menos pecoso o uno más desentendido y violento. Descubrimos, entonces, algo afortunado en lo azaroso. Algunos lo llamarán un regalo de los astros, la genética o la voluntad de Dios: formas de decirnos que quizás no estamos solos y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros. 

En algún punto de la historia de un linaje alguien toma dos monedas y las pone a jugar al roce de su dedo índice. Hay más impulso que voluntad en el movimiento. Las monedas son dos puntos en el pluriverso. Una es un hombre; la otra su hija.

martes, 14 de mayo de 2013

Euforia

Dice Vila Matas que no todas las personas que bajan al metro vuelven a la superficie. Parte de un rumor, claro; pero uno que en el fondo sugiere que aquellos que descienden al metro no son los mismos que regresan. Cuatro días antes de saltar a la carrilera del metro en el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde, llego a la misma estación con el loop de un tango en la cabeza y el sabor del vino aún en la boca. “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, ¿viste?". Entre la mezcla rara del penúltimo linyera y el primer polizonte del viaje a Venus aguardo el tren. Veo cómo se asoma por el túnel que lo envuelve; viene tan rápido… "Los semáforos me dan tres luces celestes", dice el tango; el tren también me da las suyas. Siento una euforia nunca experimentada. ¿Y si saltara? Lanzarse al abismo, a un metro o a un río implica ir al encuentro de algo. El pavimento, el tren, el agua: materias esenciales para choques necesarios. No cedo a la traición de la euforia. El tren llega, abre sus puertas y cruzo la línea amarilla sin el peligro de la caída. Una estación después estoy en Manzoni. Vuelvo a la superficie como si nada, pero la euforia y el metro ya han hecho lo suyo de forma soterrada. 

En el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde del jueves 13 de noviembre salto a la carrilera del metro de Re di Roma. No me acompaña la euforia, aunque sí el hastío o un sin sentido propio de lo subterráneo. También -todo hay que decirlo- me invade la sorpresa de quien, ante lo que parecía una broma con exceso de dramatismo, me ha tomado en serio. Esa misma tarde Carmine Soprano se ha comido el cuento de que me quiero suicidar. Hemos almorzado pasta con salsa napolitana de conserva junto a la francesa con la que comparte piso. Luego hemos tomado un espresso y nos hemos encerrado en su cuarto a hablar. Cada uno ha tomado una silla junto a la mesa de la luz. Tengo los pies fríos y los zapatos mojados; el peso del agua cae por las botas del pantalón. 

Antes de tomar el autobús hasta la casa de Carmine Soprano he visitado la Feltrinelli de Largo Argentina. He tomado prestado, como todos los días, Parigi non finisce mai (Paris no se acaba nunca) de Enrique Vila Matas. He simulado que el libro es mío, he subido hasta el café de la librería y he justificado el abuso de la lectura con un capuccino de un euro con veinte centavos. Ese día, sin embargo, llego a la última página. Se acaba París no se acaba nunca. Un raro sentimiento de negación al abandono se transforma en capricho: compro el libro cuando ya lo he terminado y con ello desafío la propia economía. Salgo. En mi maleta reposa un libro nuevo que ya no hay que leer. Caen algunas pocas gotas mientras espero el autobús. El autobús llega, me subo y comienza una lluvia que más parece bogotana. Me quedo en Piazza Re di Roma bajo el amparo de un pequeño paraguas. Camino hasta Via Cesaria 4 donde vive Carmine Soprano. 

Sentados en nuestras respectivas sillas Carmine Soprano me ofrece un par de medias. Yo me niego por un asomo de estética más que de vergüenza. Me pide que me quite los zapatos, pero ahí sí la vergüenza no me deja. Carmine Soprano me ha visto desnuda pero no con los pies mojados. Vuelvo a negarme. Me pide que hablemos como intuyendo que hay algo importante por hablar. Me pregunta cómo estoy y yo respondo con la sinceridad de mi euforia emparamada. Le cuento que Paris no se acaba nunca se me ha acabado y que he comprado el libro con algo de manía. Le hablo del Vila Matas del libro: el joven que amargaba a los amigos con la idea recurrente de la muerte, sólo por ser un poco gris, bohême y situazionista. Yo también me reconozco en esa idea, le digo. Carmine Soprano parece sorprenderse. Le confieso mi morbo cínico por la muerte sólo por parecer una tragedia ambulante. Río con falsedad. Él parece advertir eso que se escapa con la risa. Le hablo del domingo y del metro y de la euforia y en sus preguntas descubro el reverso de aquél sentimiento: el miedo. 

Mi hastío adolescente por la vida siempre se había perdido entre el hastío general: ¿o qué es un suicida en una edad de suicidas? Y si no hubiese sido por la credulidad de Carmine Soprano, habría terminado por lanzarme a las líneas imaginarias y a los trenes metafísicos. Llevaba cuatro días jugando con la idea de saltar a la carrilera del tren y lo hacía porque sabía que nunca me lanzaría y porque nadie allí en la superficie pensaba que podía hacerlo en serio. Pero Carmine Soprano me creyó. Nos despedimos con una solemnidad que me parece excesiva. Siento en él una súplica y la responsabilidad de justificarla más que de responder a ella. Tomo mi sombrilla que aún escurre agua y me monto en el ascensor. Con la premonición del Dante del Inferno y del Borges del Aleph, comienzo mi primer descenso. 

Bajo los cuatro pisos que separan el apartamento de Carmine Soprano del pavimento mojado de Via Cesaria. Tengo ganas de volver, pero el temor de parecer vulnerable e infantil me refrenan. Empiezo a creer en mí, tanto como él, y cuando me doy cuenta no sé qué hacer con ello. Entro a la estación con calma y a la vez con urgencia porque allá afuera llueve que da miedo. Dejo escurrir las gotas que me bajan desde la cabeza y paso el tiquete por la registradora. Dilato cada movimiento como si fuese el último: el agua me hace torpe y tengo la parsimonia propia de la indecisión. Tomo las escaleras en sentido Battistini. Me miro los zapatos húmedos, las hormas de cuero duro y marrón de mi acompañante de escalón y las rayitas repetidas de la escalera eléctrica. Veo las luces del túnel final que mi miopía difumina y la grasa pegada a las paredes que deja el vapor de los trenes a su paso. 

Elijo una silla por 30 minutos. Sentada veo trenes que llegan, puertas que se abren, gente que sale, gente que entra, puertas que se cierran, trenes que se van. Durante esos treinta minutos llegan cinco trenes, tal vez seis. Un pequeño tablero electrónico muestra en luces amarillas que son las 6:27 de la tarde. Me digo que es hora de irme a casa. Me levanto de la silla dudosa de elegir el próximo tren pero segura de alguna otra cosa. Sin embargo aún es demasiado temprano para saberlo. Entre los segundos 15 y 38 del minuto 27 de las seis de la tarde camino junto a la línea amarilla. Vuelvo al tablero electrónico que señala la hora. Veo un 6 y un 27 que se sobreponen y de los que se desprenden ráfagas de luz. Sin pensar, sin euforia, con credulidad o sin sentido, salto a la carrilera del metro en el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde. Un policía me salva. Yo me echo a correr. 

Tal vez en la estación perdí mi sombrilla. Al volver a la superficie, el agua, la oscuridad y la miopía prolongan la falta de orientación. Corro sin temor a resbalar. Los pulmones se inflan y botan un aire húmedo por la boca. Pronto siento una presión en el pecho y el corazón acelerado. La velocidad y quizás la lluvia me hacen ignorar que lloro. Me duele la garganta. Un nudo seco me ahoga. Corro por inercia sin necesidad de mapas y vistas a los nombres de las calles. No siento frío, aunque tiemblo. Corro por quince, veinte, treinta minutos. Corro por una cantidad infinita de minutos que en un plano cartesiano pretenden alejarme del segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde. En alguno de esos minutos me detengo. Estoy en Via Conte Verde 66, justo en frente de mi casa. Abro la puerta, camino al ascensor. Me encierro en esa cajita que sube y sube por una cantidad infinita de pisos que en el eje vertical de un plano cartesiano pretende alejarme de la estación de metro Re di Roma. Salgo del ascensor. Meto la llave en la cerradura y ésta gira sin resistencia. Entro y me desplomo en llanto como una recién nacida. 

He tocado fondo, uno literal. En el computador me espera un mensaje de mi padre: algo sobre el valor y la mesura de los impulsos. No entiendo cómo él, que no es madre ni tiene sexto sentido, puede escribir algo tan justo. La euforia ahora es miedo de haber sido capaz. De nuevo, como el Borges del Aleph, "temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver". Pasa una hora, quizás más. La llave de mis tíos entra en la cerradura y el timbre anuncia su presencia. Me limpio las lágrimas y saludo. En la cocina compartimos un pedazo de pizza.

lunes, 6 de mayo de 2013




Me encontraron hoy. Me sacaron del calor de mi estante y me trataron de acomodar con mis formas juveniles. La luz era definitiva, no como los hilos intermitentes que entraban cuando abrían o cerraban el armario. La verdad es que estuve mucho tiempo entre una caja de herramientas y una camiseta roja, fría y sin usar. A veces un hombre sacaba la caja, hurgaba ahí adentro y la regresaba a su lugar. El respiro era efímero. La mujer que me encontró es la misma que he visto desnuda cada mañana, revolcando telas con flores sin saber bien qué elegir. También la he visto esconder bolsos y ropa que ya no usa en la cima de este edificio de cajones. Esa mujer ha crecido; se parece mucho a mi ama. La última vez que mis tejidos rozaron su pelo el suelo parecía más cercano. Sentía también que su cabeza era más amable y se acomodaba a mi horma sin hacerme estallar. Ahora la mujer me enrolla y me dobla por todas partes. Me invade el dolor del que ha pasado la noche mal acomodado. 

Antes de llegar a la oscuridad de este armario era un brillante sombrero de paja colgado en una puerta. Mis tejidos eran finos y mis formas definidas. Me gustaba el vértigo de pasar de cabeza en cabeza a distintas alturas. Un día me amarraron una cinta amarilla a la cintura. El detalle no me disgustó; supuse que me esperaba algo importante. Fueron las manos laboriosas de mi ama las que me ataron la cinta y me acomodaron un moño. Luego me soltaron en la cabeza de una niña... sí, la misma de la mujer que hoy trata de repetir la maniobra frente a un espejo. El pelo de la niña era liso y débil, muy parecido al que tiene ahora. Mi ama, por su parte, tenía una cabellera gruesa y larga. Sus hilos azabache me agarraban con fuerza y me dejaban inmóvil. La niña, en cambio, me llevaba como a un objeto enclenque. 

Por esos días me sacaron de esta casa. El hombre de la caja de herramientas cargaba a la niña que a su vez cargaba conmigo. Yo en su cabeza, ella en sus brazos, él sobre sus pies. Así andamos abrazados a la seguridad del otro. Durante el camino el viento amenazó con hacerme volar. Cuando el hombre soltó a la niña y la puso sobre el suelo, fuimos ella y yo y nuestras inseguridades. Recuerdo el ladeo de su cabeza y el movimiento torpe de sus zapatos blancos: de-re-cho a-de-lan-te... ahora el iz-quier-do. Todo eso me mareaba. Después de ver la luz y sentir el viento, la niña y yo fuimos dejados en el encierro de un enorme salón. Por la ventana se veía al hombre de las herramientas cada vez más lejos; ahora el mundo era un bazar de niños y sombreros. De repente me empecé a sofocar. Acostumbrado a la paz de lo alto de mi puerta, no lograba soportar la algarabía. Pronto sentí que la suave cabeza de la niña se transformaba en una caldera. Ella y yo éramos un solo amasijo de pelo sudoroso y paja. Luego una mujer nos levantó y nos plantó en el centro del salón. La niña cantaba y aplaudía; otros pies pequeños la acompañaban. El piso rojo brillaba y se movía.

Al regresar a casa fui confinado al armario. Desde allí vi la oscuridad del día que empezó a parecerse a la oscuridad de la noche. Permanecí oculto, intuyendo apenas los cambios del armario y la casa y quienes la habitaban. Una parte de mí logró observar con sigilo, por todos esos años, al hombre de la caja de herramientas y a la mujer que de niña él cargaba. No volví a ver a mi ama, pero sí a una niña que crecía y se transformaba en ella; vi cómo los espacios del armario que ocupaban sus objetos, ahora eran dominio de una mujer nueva. 

Esta mañana, cuando la mujer abrió la puerta del armario parecía buscar otra cosa. Sus manos lo movieron todo aquí y allá como negándose a la pérdida de eso que buscaban. El tacto escapaba a la resignación aunque no a la impaciencia. Entonces sentí cómo algo que me oprimía se levantaba y me empujaba al suelo. Entre sombras la vi a ella. La mujer me tomó con dulzura y asombro. Sus manos me tocaron con extrañeza y me doblaron sin contemplaciones. Sentí el dolor de la falta de costumbre; había tomado la forma de un sobre. Cuando mis tejidos comenzaron a ceder la mujer me acomodó a su cabeza y se miró al espejo. Por un momento pensé que era mi ama.

domingo, 28 de abril de 2013

Cantar

No recuerda la voz de su madre. Puede evocar la textura de su pelo negro azabache, la suavidad de sus pómulos colgantes y los rasgos perfilados de su cara; sabe aún del grosor de sus manos laboriosas y de sus uñas largas. Aquellos detalles habitan en ella. Aunque su cuerpo es una extensión de la madre, no consigue adivinar su voz a través de la propia. El olvido es extraño: si hubo un cordón umbilical amable entre las dos fue el de sus voces. Antes de pisar un conservatorio y descubrir que podía interpretar Los pollitos con el registro de una soprano, ella le enseña a cantar. Antes de saber que hacer música con la voz es un juego de respiración, resonancia, emisión, colocación y apoyo, ella le enseña a hilar palabras con melodías. 

Cuando canta trata de emular la voz de su madre. Llena los pulmones de aire, lo que puede a esa edad minúscula, para hacer que las cuerdas vocales vibren. Luego activa el mecanismo motor de lengua, paladar, mejillas y labios para filtrar el sonido. No sabe que puede cantar más arriba. Tanto imitar el registro de su madre la hace desconocer la potencia de su voz. Tampoco sabe cuál es su primera palabra ni a qué edad la dijo. Recuerda, eso sí, que a los tres aprende de la madre unas muy raras; quizás las más extrañas que haya escuchado del lenguaje que apenas conoce. “Llo-ran, lloran los guaduales… porque… también tienen alma”, canta la madre. Ella repite: “gu-a-du-a-les. Gua-dua-les. Guaduales”. Imagina los guaduales como niños colgando de un árbol a la orilla de un río. Ahora la madre le enseña a “El turpial”. Ella se figura la palabra turpial como una cascada. 

Desde que nació su padre la ha arrullado con tangos. Le ha dicho con voz quebrada que todo es mentira, que nada es amor. Él la ha llamado Yira mientras acaricia su cabeza. Pero el padre desafina y no recuerda bien las letras de las canciones. Se enreda. La madre, que es paciente y de voz melodiosa, la toma de la mano cuando ya ha dejado la cuna y le enseña a cantar “Pueblito viejo”. Todos los lunes a las seis de la tarde repite la maniobra. La madre dice: “lunita consentida colgada del cielo” y ella se imagina el bombillo de un farol. Nunca ha escuchado con atención los cantos de persona alguna. Ahora tiene la edad para seguir la musicalidad de las palabras y los ojos brillantes de quien las interpreta. “Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas, por tus calles tranquilas corrió mi juventud”. No sabe qué son cuitas; las imagina como una fila de casas viejas. “Por ti aprendí a querer… por la primera vez… y nunca me enseñaste lo qu’es la ingratitud”; eso la conmueve. 

“Hoy que vuelvo a tus lares… trayendo mis cantares”. “Laaares, laaares”, repite. No puede decir “laaares”. Tampoco sabe qué significa. “Hoy que vuelvo a tus lares, trayendo mis cantares, y con el alma enferma de tanto padecer, quiero pueblito viejo morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer… tan-tan”. “Morirme”. Ha escuchado esa palabra antes. Por la cara de su madre imagina que es amargo. Por primera vez es consciente de algo como un dolor tras la palabra muerte. Seis años después ya ha estudiado piano, violín y técnica vocal. En el colegio le piden que cante para el día de la madre. Ella accede. Supone que estará bien cantar “Pueblito viejo”. Se para un domingo en la mitad del patio del colegio y saca palabras como el mago pañuelos. Ese día la madre no supervisa la maniobra; permanece en una clínica. A los cuatro meses muere de un paro respiratorio. Ya no canta más. Ella olvida su voz.

jueves, 25 de abril de 2013

Roma



Lasciate ogne speranza voi ch’entrate*.
Dante Alighieri, La Divina comedia


Salió de casa en Via Conte verde, llegó a la esquina de Via Cairoli y bajó hasta Via Emanuele Filiberto. Giró a la izquierda, atravesó Via Bixio y se plantó por fin en el paradero de Viale Manzoni. Era uno de esos días de atmósfera ambigua en los que el sol de finales del verano hace del cielo un lugar más misterioso: nubes y sol conviven en lo alto en completa anarquía, e incluso la ventisca parece más gentil. Su única compañía en la estación era una mujer rubia y lánguida, toda vestida de negro, que caminaba de un lado a otro con un temblor irrefrenable. Notó que su impaciencia venía de adentro y no del entorno. No era la espera del bus la que la hacía temblar; había algo en su brazo que la zarandeaba a su acomodo. Su cadera también parecía desencajada. Sus piernas en extremo delgadas no lograban coincidir con el resto de su cuerpo. 

Llegó el bus. Escogieron entradas distintas. Se sentó atrás para no perder de vista a la mujer que peleaba con su brazo. Luego fue su cara la que empezó a cambiar mientras balbuceaba un discurso para sí. En aquél cuerpo tenía lugar una batalla a la que ella asistía atada a una silla de autobús. Justo después de girar por Colosseo, un sobresalto colectivo cortó de tajo su curiosidad. Vio cómo varios, con una sincronía espontánea, dejaban su silla ante la amenaza de los controladores. Ninguno de aquellos pasajeros tenía tiquete; ella tampoco. Salió de la inercia y siguió a la masa de infractores. Al tiempo que los controladores ingresaban, ella y los demás abandonaron el vehículo. Puso un pie sobre la acera dejando atrás la seguridad del bus y el mundo conocido. Aunque fueron varios los que emprendieron la huida, le pareció que los demás se habían esfumado. El paradero estaba desierto. El estado de alerta que la tenía a salvo no la dejó esperar otro autobús. Atrás -o adelante- había quedado una mujer temblorosa que jamás volvería a ver. Pero ninguna criatura pasa sin dejar un presagio.

Se echó a andar mirando al piso con el convencimiento de la que sabe su camino. Infinidad de veces había cruzado por allí en el autobús, así que sintió la seguridad de seguir la ruta con sus pies. Roma engaña con sutileza y muestra con falsa familiaridad las calles a menudo visitadas. El árbol tantas veces visto nos llama: “por aquí, soy la señal del giro a la derecha”; y justo cuando se ha cedido a la seducción de su guía, nos lleva a rincones que se exploran con la intuición y no con la memoria. Entonces se descubre que aquello conocido ya no está. Alzó la mirada y vio de frente una pirámide avasalladora. Llevaba meses merodeando sin saber: la había atravesado por debajo metida en un vagón de tren; había pasado una y otra vez por su lado desde la lejanía del autobús. Trayectos de ida y regreso, de día y de noche, en los que nunca advirtió su presencia ahora contundente. La midió gigante desde ahí abajo; quizás más grande de lo que era. Por un engaño óptico la punta simulaba tocar el cielo. Pensó que aquella pirámide terminaría por devorarla; sintió el miedo de quien llama a las puertas de la Torre de Babel. Quiso correr pero la impresión del encuentro con las cosas de otros tiempos la paralizó. Se sacudió del letargo y caminó tan rápido como pudo. Ante ella se presentó un parque gigante, o eso pensó que era. Se internó por entre árboles y prados que escondían ángeles de mármol. Estaba en el cementerio protestante. Comenzó una carrera que la lanzó a una calle que parecía de ensueño; necesitaba escabullirse de la enemistad de las cosas. Pero ya entonces y allí era una figura desplazada, cuidadosamente cortada con tijeras y pegada en el fotomontaje que no correspondía. Nunca antes había visto esa calle en Roma, y nunca más la volvería a ver. Por un momento sintió que los pocos transeúntes asistían a propósito a su ritual de angustias.

Siguió caminando a la espera de un golpe, uno cualquiera, así no fuese de suerte. Reconoció de a pocos las edificaciones obreras del barrio Testaccio, que le despertaron una curiosidad que relegaba al miedo. La intuición de lo familiar la relajó aunque no dejó de sorprenderla. Había cruzado por allí unas pocas veces -siempre de noche- en busca del ruido de los latinos y sus discotecas, pero nunca había detallado sus calles. Testaccio le pareció ahí mismo una isla anclada en la Italia fascista. De cada edificio se desprendía el espíritu de la resistencia obrera: la vida humilde, el hacinamiento, la grasa pegada en las paredes. A lo lejos divisó el Lungotevere como promesa de lo conocido. Roma le preparaba una escenografía de abandono que sin embargo no encajaba con la ciudad de las ruinas. Se acercó al Tevere en cuyas orillas solía leer; pero se topó, en cambio, con un río menos apacible invadido por la maleza. Cruzó un puente de metal tan distinto a los elaborados puentes de piedra del Lungotevere; vio el río cuesta abajo y recordó las veces en que quiso lanzarse con mansa convicción suicida. Sintió el miedo de ceder al engaño de morir sin más sobresaltos que los del choque con el agua. Pensó en su contacto y en el pataleo desesperado del que no deja al entrar toda esperanza.

Avanzó por calles y edificios todos empapelados, cuyos nombres no revelaban nada: Via Antonio Pacinotti, Piazza della Radio, Via Ettore Rolli; ninguna parecía ser una pista del fin. Se prometió seguir sin titubeos por la vía que se le plantaba por delante, pues cualquier giro sería una puerta a un laberinto mayor. Sabía secretamente que llegaría el momento en que tendría que girar; y la prueba de su convicción no tardó en aparecer: en la mitad de esa calle larga había una muralla infranqueable de cuatro túneles. Su cabeza ordenó seguir; alguna parte de ella confiaba todavía en que lo vivido era solo una jugarreta nocturna. Ingresó al túnel de la izquierda y se dejó invadir por la penumbra. Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura**. Los carros pasaban y dejaban de soslayo un viento frío. Debía parecer un alma en pena queriendo salir del limbo. El trayecto no era largo, aunque la maniobra le pareció eterna. Cruzó el umbral del mundo de las sombras y de inmediato vio una escalera. Llamada por el impulso dantesco de la redención tras el ascenso, siguió los peldaños uno a uno hasta la cima. En lo alto halló el reverso de la historia: estaba justo enfrente de la Estación Trastevere, última parada del autobús que había dejado.

Dante, el fiorentino, dibujó en La Divina Comedia un infierno muy romano: círculos concéntricos con personajes de libro de historia y criaturas inverosímiles al servicio de la taxonomía del pecado. Se lee en las puertas del infierno: “es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y el lugar donde sufre la raza condenada, yo fui creado por el poder divino, la suprema sabiduría y el primer amor”. De la estación A a la estación B hay quince minutos en bus; pero entre A y B hay puertas que se abren, árboles que invitan, pasadizos y retornos. En Roma nunca avanzamos, sólo nos hundimos en arenas movedizas.


——
*Dejad, vosotros los que entráis, toda esperanza.
**“En medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura”, escribe Dante en el primer verso de la Divina Comedia.

domingo, 14 de abril de 2013

Miedo

Me desperté de un sobresalto. Debían ser las tres de la mañana. Debajo de la puerta se colaba una luz que prometía ser escandalosa. En alguna habitación de aquella casa a oscuras pasaba algo; y, como la realidad a veces exagera, ocurría entre la resaca del domingo y la pereza naciente del lunes: el momento de la semana en el que todo se nos presenta inmutable.

Entonces ella levantó el cuchillo y dijo: “Usted sabe que podría matarlo ahora mismo”.

“Gladys, piense. Suelte eso y deme los papeles”, respondió él. Parecía tranquilo pero vehemente.

48 horas antes, Gladys, mi mamá, se había parado de su cama, había entrado a mi cuarto y se había sentado a los pies de la mía a gemir. Se mecía de adelante hacia atrás con una mano en el pecho. La veía tan de ensueño que la duda de la realidad no me hizo temer. Luego entró la luz de las seis de la mañana por la ventana. Ella, ya desasida del espanto que la zarandeaba, se paró como si nada y se puso a hacer oficio. Pensé que me estaba volviendo loca. Después olvidé el episodio.

Me bañé con la lentitud infantil de los seis años. Pasé una hora bajo el vapor del agua hirviendo hasta que los dedos arrugados de mis manos me dijeron basta ya. Cerré la ducha y me sequé con parsimonia. Por aquellos años me poseía una gran pereza: estaba tocada por la lentitud de las cosas. Al salir del baño me aguardaba Gladys. Me regañó con una ternura inusitada. Su contundencia no lograba ser severa por lo amorosa. Que me apurara, que el gasto de agua, que quería limpiar el baño. A lo mejor la propia desidia me impedía ofenderme. Recuerdo, no sé bien por qué, su imagen de espaldas bajando por la escalera. Llevaba un saco azul rey y un vestido de plata; mi madre tenía clase hasta para brillar el piso. La atmósfera mostraba un día tranquilo y soporífero; quizás el ambiente también era más húmedo. Todo parecía urdirse con el misterio de las cosas que están por sorprender. En la tarde entraba un sol pausado por la ventana, ni insidioso ni decorativo. La casa parecía más franca y luminosa. Se sentía una paz de esas que uno nunca quiere soltar, de aquellas a las que hay que temer.

Entre el patio y la cocina, entre almuerzo y onces, mi madre habló y habló con una vocecita de santa. “Charles: quiero ir a la Embajada de Estados Unidos a reclamar lo mío. Quiero recuperarme. Quiero estar bien. Para mí sería importante saber qué pasó con mis cosas”. Mi papá, a quien ella cariñosamente llamaba Charles, dijo que la apoyaría, que le parecía bien que hablara con decisión y tranquilidad. Yo no entendía el discurso, aunque la curiosidad no me sobrepasaba. Sabía lo esencial: que mi madre había vivido en Estados Unidos, que allí se había casado y perdido a dos hijos en extrañas circunstancias, que el hombre que era su esposo estaba involucrado, que aquél le había robado y había logrado que la deportaran a Colombia. Y ya. Carecía de la mente adulta capaz de dimensionar los dramas.

Llegó la noche y la madrugada del domingo. Era día del padre. Me despertó el ruido del televisor a todo volumen; me levanté como no entendiendo ese contraste perverso de sábado a domingo. Mi madre estaba en su cuarto, metida entre las cobijas, pulsando compulsivamente los botones del control remoto. Su cara era distinta. Me pareció que tenía los ojos de aquellos que no duermen. Mi padre había huido de la sordidez confinándose en el cuarto de dibujo. Hubo llamadas, felicitaciones e invitaciones a almorzar; hubo visitas y juegos solitarios. Todo intento de abstracción fue liquidado con un “si se van, me mato”. Así la tarde nos aplastó de a pocos con la contundencia inerte de los domingos.

“Vaya me hace un agua de manzana”, dijo a las seis. Yo no sabía cómo. Bajé a la cocina, saqué un recipiente, lo llené con agua y me paralicé. Busqué el consejo de mi padre y entonces por fin su tranquilidad se vio alterada. Se comió la escalera de a dos peldaños por zancada y encaró a mi madre: "no le pida a la niña esas cosas, no se meta con ella". Gladys, envuelta en un amasijo de cobijas y sábanas, con el control del televisor en la mano pero no el de su cabeza, desató un cataclismo. Gritos, cristales rotos, cólera, miedo. Al rato bajó él con resignación. No dijo nada, sólo me acarició la cabeza. La escalera era un puente de tensión que nos separaba de un infierno que esta vez quedaba arriba. Permanecimos en el primer piso buena parte de la noche hasta que no pudimos más. Para las nueve todos habitábamos la misma cama; ahora yo era la escalera que separaba a Gladys de la diestra de Dios Padre. En la televisión Jorge Barón gritaba “eeeeentusiassmoo”. A veces lograba dormirme por segundos, pero me despertaba con la luz del Show de las estrellas golpeándome en la cara. Llegó el momento, sin embargo, en el que Gali Galeano terminaría por arrullarme en mi zozobra. Dormí largo, tal vez media hora. Me desperté en mi cama, encerrada a oscuras con mi padre.

“Su mamá me quitó la billetera y los papeles”, dijo él. A la frase se siguió una correspondencia de susurros. Después me volví a dormir.


Me despertó una luz que venía del estudio y se filtraba por el pie de la puerta de mi cuarto. No veía nada, pero imaginaba el horror: un zapato mal puesto en el pie derecho de mi madre, un cuchillo al aire y mi padre reclamando unos papeles. Nunca supe si él sintió miedo, si creyó que iba a morir acuchillado como banquete de la prensa judicial. Pero yo sí sentí un temor irrefrenable. Gladys era maniaco-depresiva: tomaba a diario más de ocho medicamentos para su cabeza; cada tres meses pasaba otros tres encerrada en un psiquiátrico; estaba dos meses bien y luego dos meses mal. Su enfermedad no tenía cura. Para aquella época ya habíamos soportado muchas crisis; uno nunca se acostumbra, aunque se resigna. Pero el mayor temor lo sentí ese día: por primera vez ella empuñaba un cuchillo para matar a mi padre. Sólo muchos años después volvería a sentir un miedo equiparable cuando mi mejor amiga habría de repetir la escena con la intención de hacer de su cumpleaños una carnicería.

De tanto luchar Gladys se resignó. Con la naturalidad pasmosa de los milagros, dejó el cuchillo sobre la mesa. Después vino la eternidad del delirio, el querer salir a la calle envuelta en sábanas. A las ocho de la mañana del lunes, ella ya no estaba en casa; se la habían llevado al psiquiátrico. Abandoné por fin el encierro de mi cuarto, caminé descalza por entre una escenografía de posguerra y salí al patio. Di vueltas y me senté con una quietud zen para la que entonces no necesitaba técnicas. Permanecí allí mucho tiempo hasta que el sol se mostró con ternura. El miedo se decantó entre la luz dulce que entraba por las ventanas y la imaginación puesta en mi padre y mi hermano reconstruyendo la casa.

Dice Silvina Ocampo: “lo único que sabemos es lo que nos sorprende: que todo pasa, como si no hubiera pasado”.

martes, 9 de abril de 2013

9/04

“La memoria es del tiempo”, dice Aristóteles. Y el tiempo, esa humana ficción, el templo de las conmemoraciones. Hay algo en nosotros, humanos de pulgar oponible, que nos vuelve hacia el pasado con sagrada ritualidad. Hay algo en ese empecinarse en una fecha como signo invariable de la permanencia en el mundo. Entre la astrología y el libro de efemérides uno es capaz de dar sentido a cualquier día. Somos falsamente auténticos, eso lo saben bien los psicólogos y las estadísticas. Aunque resulta tentador ceder a la exclusividad que nos otorga un día, visto de fondo, es sólo un azar anecdótico. 

Cuando la gente se muere, nosotros, humanos de pulgar oponible, cambiamos una fecha por otra para hacer oficio del pasado. Olvidamos con el tiempo los cumpleaños y recordamos con empeño los decesos. Mientras vivimos, nuestro ego defiende la entrada en el mundo. Al morir, desprovistos de él, los demás nos señalan el fin. Uno mismo, sin saber, se encarga de redondear sus propias historias.

Hoy es mi cumpleaños. Pasado mañana sería el de mi hermano. En ocho días es el aniversario de su muerte. Cumplir años no tiene mérito alguno, pero saberse vivo sí que lo tiene.

lunes, 8 de abril de 2013

Habilidades anecdóticas Vol. I

Recuerdo a mi padre enrollando una cuerda en la enorme panza de un trompo. Primero la pasaba por la cabeza como la soga por el cuello del ahogado; luego se desplazaba a la punta metálica, centro de la espiral que se había de ceñir a su cuerpo. “Para bailar me pongo la capa porque con capa no puedo bailar. Para bailar me quito la capa porque con ella no puedo bailar”, repetía en cada giro. Ya con la capa hecha de pita, se unía al trompo pasando la cuerda sobrante por el dedo corazón. Por una extraña metáfora, el lanzamiento no funciona con otro dedo. 

Con el trompo en la mano como si fuese una extensión del propio cuerpo, mi padre se ubicaba en la esquina de un terreno amplio. “Hay que darle pista”, decía. En ese momento explicaba la importancia de la postura de la mano. Los niños de mi generación lanzaban el trompo de frente, sin mayor técnica. Ponían la mano de medio lado y lo mandaban de sopetón. La maniobra parecía más un azaroso lanzamiento de dados. Mi padre decía que antes, en su época, eran las niñas las que jugaban así. Pero como el trompo era un asunto de honor de hombres, él aprendió la mística del lanzamiento a contramano. Se acomodaba, entonces, como un jugador de bolos: ponía el trompo y la mano para sí y, con una cadencia ni muy lenta ni muy rápida, giraba la mano y lo lanzaba tan lejos como podía. A su caída uno sentía el choque del metal con el suelo y el ronroneo de la danza. El trompo bailaba. 

Aquél lanzamiento tenía valor por lo lejos que podía llegar el trompo, aunque el mérito mayor estaba en las gracias ejecutadas durante la danza: tomar la cuerda por los extremos, trazar un círculo con ella en torno a la punta de metal y, sin torpedear el baile, apretar la soga para levantar el trompo y mandarlo a la otra cuadra; o extender la mano con la palma hacia arriba mientras el trompo baila en el suelo, separar los dedos anular y corazón, rodear con ellos al que danza y seducirlo para que traslade su pista a la propia palma de la mano. Luego de que el trompo hiciera lo suyo sobre las líneas del destino, en la cuadra siguiente, el dueño de la maniobra dejaba que el trompo volviera a su pista natural. Así, de cuadra en cuadra, se jugaba aquello que en la infancia de mi padre llamaban “calles”.

Yo, como los samurais, fui entrenada por mi padre en estas maniobras legendarias. De él aprendí la técnica de “ponerle la capa al trompo” con la tensión justa, las posturas de la mano, los tiempos de lanzamiento. Si lo pienso bien, lo mío con el trompo es una habilidad oculta y aprendida; no es un talento sino el resultado de la disciplina del aprendiz. No es, tampoco, una habilidad práctica. Jugar trompo con cierta maestría es una curiosidad anecdótica como hablar esperanto: no hay que batirse con nadie; no es algo que se vaya mostrando por ahí. 

Algunos domingos mi padre y yo jugamos trompo. Ensayamos los trucos de aquél juego de “calles” en el encierro de nuestra casa. El amor por lo que parece inútil lo aprendí de él. Nos une un lazo invisible atado al dedo corazón.

domingo, 7 de abril de 2013

Lapsus brutus

Un día a los cuatro años leí en voz alta para un pequeño público familiar un fragmento de la Enciclopedia Ilustrada del Mundo Natural. En algún punto paré y dudé. Leí “pulpito” donde decía “púlpito”. Mi papá entre carcajadas gritó: “púlpito, no pulpito”. Por alguna razón todos recordamos el hecho que aparece en una que otra reunión. El episodio nunca me avergonzó; me parecía un mero error infantil. Aparte de eso no tengo más metidas de pata. O bueno, sí, una más.

La vergüenza que desde muy pequeña sentí por las imprudencias de mi padre cultivaron en mí el gusto por la reserva y el silencio. Necesitaba seguridad para hablar, una muy particular: confianza en el contenido más que en mí misma. Temía a esos momentos de mente en blanco y dicción mecánica, en los que uno se siente como la Señorita Guainía cuando dice “I’m feliciting de estar en Cartagening Hilton”, mientras lanza una mirada vacía al horizonte. La mezcla de pavor, prudencia y timidez formaron un cóctel útil: como sólo hablaba cuando estaba muy segura de lo que iba a decir, casi nunca trastabillaba. Tenía, además, una virtud natural para construir argumentos y comentarios graciosos con rapidez. Fortalecida en mis trincheras me acostumbré a hablar, sobre todo en público. En el colegio me delegaban toda suerte de discursos, parlamentos y poemas. Parecía asertiva; tenía el arrojo adolescente del revolucionario de plaza pública. 

A los doce años me hallé en un mismo salón del colegio con todos los novenos, los directores de curso, la profesora de religión y las coordinadoras académica y de disciplina. Nos enfrentaba algún asunto banal, como todo en esa época, aunque por entonces seguro parecía importante. A esa edad me había batido ya en distintos escenarios: aparte de las izadas de bandera y vía crucis del colegio salesiano en el que crecí, encabezaba marchas y mítines de las Juventudes Comunistas. Alentaba en mi pequeñez a masas de jóvenes, tan perdidos como yo, con arengas como “Usa nos usa” y “Alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”.

Pedí la palabra. Hilé un discurso sólido y beligerante sobre el tema en cuestión, pero en una fracción de segundo hubo una falla en aquella misteriosa conexión entre pensamiento y discurso, que entretiene por igual a neurólogos y filósofos del lenguaje. En mi cabeza apareció la palabra suposición: “no podemos basarnos más en suposiciones”, pensé. Pero en el tramo que va del córtex proyectando las fibras nerviosas al hipotálamo y de allí a todos los mecanismos nerviosos sensoriales, mecánicos motores y asociativos, la palabra suposición se transformó en supositorio. A mi cabeza le sonó bien, le pareció que funcionaba con cierta sofisticación. Y entonces lo dije:

“No podemos basarnos más en supositorios”.

Las monjas se miraron con malicia. Una de ellas, la coordinadora de disciplina, esbozó una sonrisa pícara y dijo: “sobre todo en supositorios”.

Entendí en ese momento que me había equivocado. Pensé que la palabra no existía, que había cometido un error equiparable al de aquel que dice “habemos” o “enchufle”. La ignorancia de las dimensiones de mi error no me alivianaron más. Había fallado la que nunca fallaba. Mis compañeras, sin embargo, pasaron por alto la falta. Ellas, como yo, tampoco sabían lo que significaba supositorio.

El asunto pasó sin más. No fui recordada especialmente por eso y, ya en el calor de la discusión, al universo de aquél salón se le olvidó. Años después leyendo alguna novela sobre argentinos y enfermeras vi la palabra. “Entonces sí existe”, pensé. Me abracé a la pequeña venganza de pensar que no había errado, que las monjas eran unas tontas que no sabían que la palabra supositorio existía. Busqué, pues, en el diccionario, sin saber que allí me aguardaba una verdad dura y terrible:
Supositorio.(Del lat. suppositorĭum).
1. m. Med. Preparación farmacéutica en pasta, de forma cónica u ovoide, que se introduce en el recto, en la vagina o en la uretra y que, al fundirse con el calor del cuerpo, deja en libertad los medicamentos cuyo efecto se busca.
Recordé el hecho que ya todos habían soslayado y sentí una profunda vergüenza; una apenas comparable con la de aquél que se somete a un supositorio.