domingo, 16 de junio de 2013

Monedas



Una moneda separada de otra por un dedo índice. Tac, tac, tac. Los metales chocan cada vez que el dedo se mueve, separando y alejando las monedas. El dedo índice pertenece a una mano inquieta y nerviosa. La piel es áspera, aunque vulnerable. Hay arrugas y venas que se anuncian como las puntadas derecho y revés de un tejido a dos agujas. Mientras el dedo juguetea, las otras monedas se sacuden. Hay algo en aquel tintineo sincopado que lo tranquiliza. De repente la mano entera se sumerge en el espacio ancho del bolsillo y deja que las monedas bailoteen como peces. La mano se mueve mientras él espera. 

El que espera se sostiene en un par de pies deformes. Son blancos como la leche y los dedos están montados unos sobre otros. En algún momento esos pies fueron suaves y bien torneados. Pero las formas humanas cambian con el tiempo y sus envoltorios. El cuero duro y las hormas angostas de los zapatos modificaron el curso de su andar. Cosas de la moda, dice una voz atemperada. Los pies, hechos dos arcos que se encuentran -como si el pie derecho saludara al izquierdo- ahora reposan sobre unas sandalias cáligas. 

El cuerpo que esos pies sostienen pesa 53 kilos y la figura menuda apenas supera el metro y medio. Todo él es tan blanco como los pies, salvo la cara, que es más morena y pecosa. Aunque el que controla sus gestos simula ser un hombre enojado, no hay severidad en sus formas. La nariz es delgada, el mentón ancho y las cejas dos líneas débiles que bien parecen las aristas del tejado de una casa. La boca es menuda y los dientes angostos. La frente, amplia y llena de líneas, es el único detalle que sugiere un enojo. Pero la furia se deshace al advertir cómo miran sus ojos pequeños de color indefinido -un poco de gris, un poco de café, un poco de azul-; es como si siempre estuvieran a punto de llorar. Quizás por ello ese rostro carece de grandes gestos; en cualquier caso parecerá tranquilo y triste. Si se ríe, la sonrisa no será ancha; sólo habrá un leve sonrojo. Si se enoja, no habrá dureza en la mirada; el rostro sólo será más pálido. 

El pelo merece un capítulo aparte. Sin ser abundante, la naturaleza lo bendijo por escapar de la calvicie y por tener apenas unas pocas canas. Pero también es delgado, liso y enclenque; es un pelo falto de carácter. 

De ese cuerpo sostenido en unos pies que se saludan, sale la voz que escuchamos más arriba diciendo cosas de la moda. La voz a veces coincide con los ojos porque también sugiere que el hombre está a punto de llorar. Cuando se enoja, sin embargo, sus inflexiones cambian y se vuelve insidiosa. Un sirirí. La voz, toda voluntariosa, parece entonces un eco de montaña. 

En medio del relato el dedo índice sigue jugando con las monedas. A menudo hace lo mismo con el roce de las servilletas después del almuerzo y con los volantes que recibe por la calle. Dicen que es un ademán propio de los Libra. Pensar en los astros y en la predestinación de los gestos como una forma de decir que el azar no existe y que la genética no se equivoca. Entender la genética como un capítulo del universo, polvo de estrellas. Nadie en una cadena ascendente comparte ese gesto; ni su padre muerto, ni su madre perdida, ni sus hermanas -una blanca, otra morena-. Pero si se toma la cadena del sentido contrario, descubrimos que su hija a veces lo repite y que también dobla y roza con el dedo las servilletas y los volantes. Un ademán propio de los Libra en el código genético de un Aries. 

Todo lo que nuestro hombre en cuestión es se aglutina en la figura de su hija. Descubrimos en el recelo de sus gestos más cercanos la timidez juvenil. Le cuesta revelar afectos aunque parezca siempre a punto de llorar. A pesar de ello su trato es dócil. A veces la voz voluntariosa -el sirirí- cede dejando caer un cadencioso "su mercé". En otros momentos la mano áspera deja de jugar con las monedas y en su amplitud se vuelve suave al roce del pelo de su hija. El pelo de ella es el pelo de él -liso, delgado y enclenque-. A ella, como a su pelo, le falta el carácter que a él le sobra. Lo sabemos por sus reacciones dispares en una misma situación. Supongamos que ambos coinciden en la mesa de un restaurante y alguno de los dos pide una cosa y recibe otra. Él protestará sin reparos, para eso paga. Ella se resignará evitando de cualquier modo las molestias. 

Él es pacífico como su padre. En general rehuye al conflicto y a cualquier forma de violencia. Su valentía verbal se queda corta ante su figura y sus herencias. Puede alterarse y reclamar lo suyo; pero al menor asomo de un puñetazo abandonará el ring. Esa herencia masculina -típicamente femenina- se imprime en el temperamento de su hija. La ausencia de maltratos le han procurado un espíritu sosegado. La tranquilidad de ella a veces lo exaspera. Demasiada parsimonia, demasiada ausencia de movimiento. Él precisa un mundo en el que pase algo, ojalá rápido, porque la quietud le resulta una antesala de la muerte. 

Es un hombre generoso aunque le preocupa el dinero. A menudo esa preocupación es nerviosa y obsesiva, aunque siempre inocente. No tiene la malicia de los que negocian; tal vez por eso se preocupa. A cambio, la genética paterna le otorgó una inmensa creatividad. Es un inventor de formas de hacer las cosas: cocina con método, crea toda suerte de empaques para cargar las cosas y por muchos años lavó la ropa con un juego de baldes simulando el mecanismo de las lavadoras. Su creatividad, como nos contaría un libro de biología, está en función de su supervivencia. Pero de un tiempo para acá sobrevivir dejó de ser relevante para él como una condición individual. Defenderá su vida mientras pueda, claro. Podemos imaginar que no le teme a la muerte, salvo porque piensa con frecuencia en cómo ese destino natural incide en la vida de su hija. 

Por años la ciencia ha querido intervenir el incierto futuro. Hoy no sólo es posible saber el sexo ganador en una carrera de espermatozoides, sino prever el color de sus ojos y las enfermedades que ha de padecer. Con un poco de suerte y sin necesidad de la cuántica, podemos explicar aquella manera de jugar con las monedas. Armados con las técnicas de la razón procuraremos modificar el entorno social lo suficiente para que el misterioso lenguaje genético se manifieste de la manera más armónica. La selección natural llevada a su perfección en búsqueda de un hijo para cada padre sin que logremos entender lo que no tiene elección: la asignación de un padre para cada hijo. 

Parece que hay mucho de aleatorio en el hecho de que aquél hombre sea el padre de esa chica, y no otro quizás más alto y menos pecoso o uno más desentendido y violento. Descubrimos, entonces, algo afortunado en lo azaroso. Algunos lo llamarán un regalo de los astros, la genética o la voluntad de Dios: formas de decirnos que quizás no estamos solos y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros. 

En algún punto de la historia de un linaje alguien toma dos monedas y las pone a jugar al roce de su dedo índice. Hay más impulso que voluntad en el movimiento. Las monedas son dos puntos en el pluriverso. Una es un hombre; la otra su hija.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es un retrato de las dos caras de la moneda muy bonito.

Pienso mucho en cosas como esta "...y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros."

Saludos y abrazos estimada.