martes, 25 de junio de 2013

Taxidermia

Señoras y señores, hoy se enfrentan dos animales salvajes por el torneo de lucha y artes marciales Alpín con papas de pollo. En esta esquina: Osis, el oso que parece el perrito de la Séptima; y en esta otra: Elephantín, el elefante de orejas azules y ojos azules y patas azules. Cooooomienza la pelea. Elephantín se abalanza sobre Osis, que lo esquiva con un triple salto mortal. ¡Qué gran maniobra, señores! Osis se eleva y lanza una patada al gran Elephantín, ¡oooooohhhh! -grita el público-. ¡Fue un golpe hábil! Elephantín se levanta y arremete contra Osis. Lo ha tumbado al suelo, ¡sí, señor! ¿Qué vemos ahora? Pero si es Elephantín dejándose caer sobre el peso pluma de Osis… Poooobre Oooosis. Elephantín por fin lo deja libre y lo espera en posición de lucha. Osis no se ha podido levantar del suelo -ovación-. ¡Osis! ¡Osis! ¡Osis! gritan sus compañeros Conejis, Firulais y Coco desde la tribuna. Ha quedado muy débil. ¿Cómo? ¡Osis está reaccionando! ¡Hay furia en sus ojos! De repente Osis se levanta de un salto. ¡Qué duro contrincante el que tiene Elephantín! Osis despliega lo mejor de sus habilidades. Los golpes de Elephantín no lo amedrentan. ¡Momento! Vemos un fulgor… ¿acaso es…? Sí, señores… es… es… la gran bola de fuego de Osis, su ataque secreto. El público abre la boca y permanece atónito. 

Graaaannnnn booooolaaaaa deee fuuuuuueeeeegggggooooooo, ¡a él! 

Lo ha hecho. Osis ha lanzado su ataque de alto nivel contra Elephantín. Crrr crr crrr, ¿qué es ese sonido? Tara tin… tin… tin… ta ra… tin… tin tin tara tin tin… tin tara tin tin tin tara tin tara tin tara tin tara tin tara tin tin tin tin… tin. Todos en el escenario sienten los ojos muy pesados. Ouuuuuugggghhh, ¡qué sueño! La gran bola de fuego se deshace y Osis se desploma sobre el ring. 

–¡Eso fue trampa! 

–No, Elephantín puede sacar su ataque musical si Osis saca su gran bola de fuego.

–¡Tramposo! ¡Usted es un tramposo! Osis no tiene música y usted es un gallina que no pudo defenderse con los golpes de Elephantín.

–¡Yo no soy ningún gallina! Más gallina será usted. Más bien camine por el Alpín y las papas donde Doña Lucía.

–Bueno, pero ponga otra vez la música de Elephantín. 

Crrrrrr crrrr crrrr crrrr. Ta… ra tin tin tin, taratín tin tin, taratin tin tin…

–Noooo, pero más rápido. Vea. 

crrrcrrrcrrrrcrrrrcrrrrr.

Taratintintintaratintintintaratintintintaratintintintaratintaratintaratintaratintaratintintintin.

Risas.


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Los elefantes tienen un cuerpo difícil de confundir con el de cualquier otro animal. El cerebro del elefante pesa aproximadamente 11 libras. Pertenecen al género de los proboscidios por la forma alargada de su nariz. Son más de 40.000 los músculos únicos en la trompa de un elefante. Mami, ¿por qué Elephantín no tiene colmillos? Porque es un elefante bebé. A ver, ayúdame a abrir aquí con mucho cuidado. 

La operación consistía en soltar las costuras de los muñecos con un punzón y vaciarlos uno a uno. Cuando por fin abrieron a Elephantín, L notó que era muy distinto a los elefantes de las láminas de anatomía animal que vendía su papá. No halló los 36 metros de intestinos ni el enorme esqueleto, sino a un animal relleno de madejas gruesas de algodón que su madre sacaba de a trozos con las manos. El corazón, envuelto en la gran nube, tampoco era una bomba rojiza y carnosa, sino una cajita de plástico y metal del tamaño de la palma de la mano. 

De la cajita salía una palanca con un pequeño disco colgado, mecanismo que atravesaba la piel del animal como un cordón umbilical entre su organismo y el mundo exterior. Al girar la palanca el corazón emitía sonidos, palpitaciones melódicas que se aceleraban o se hacían más lentas según la velocidad del movimiento. Bastaba con hacer girar la palanca un par de veces para que ésta andara en el sentido contrario mientras latía el corazón. 

Después de la cuidadosa disección, Elephantín estaba listo para ser sumergido en agua caliente con jabón. L metía las manos en el agua hasta que los dedos le quedaban con arrugas. Pronto los ojos del elefante tomaron un brillo nuevo y las orejas recobraron su tono original. El líquido, sin su tibieza inicial, iba tomando el color de los elefantes de los libros.

Terminado el baño, la mamá de L retorcía al animal hasta sacarle el agua y lo colgaba sobre las cuerdas del patio agarrándolo de las orejas con un par de ganchos. L sentía lástima y dolor; impresión que se atenuaba al ver a Elephantín limpio y con olor a suavizante. Con algunas jornadas de sol y viento nocturno, Elephantin estaba listo para ser planchado y rellenado. 

Con la misma ritualidad de la primera operación, L y su mamá tomaban las tiras de algodón y las introducían en el cuerpo del elefante. Se trataba de una labor quirúrgica compleja, parecida a la de una cirugía estética: devolver al animal su madeja de órganos y sus tejidos vitales, procurando conservar la armonía de sus formas. A veces una pata quedaba más gorda que la otra, lo que comprometía la dureza y redondez del estómago. "Ahora un brazo deforme; dejemos la trompa vacía". La madre jugaba y L reía.

Todo adentro no quedaba más que poner el corazón, cerrar las costuras y dar el soplo de vida. Pero antes L examinaba la cajita de los latidos. Aunque pequeña, era pesada. La niña giraba la manivela y acercaba la cajita a la oreja. Dentro se escuchaba un sonido monocorde, como de motor, que se camuflaba con la aguda melodía del latido. Taratin tin tin, tara tin tin tin, tara tin tin tin, tara tin tin tin, tara tin, tara tin, tara tin, tara tin, tara tin, tin tin tin tin. El corazón del elefante tiene el latido más misterioso. Eso no lo decían los libros de biología, ni la Enciclopedia de Carlitos sobre el mundo animal. Bastaba girar la manivela para evocar las tardes de lucha selvática entre L y su hermano, las disecciones con su madre, los rituales de limpieza. 

Por años L y su madre repitieron la maniobra: dejar que el polvo cayera sobre el elefante, quitar con el punzón las costuras, vaciar el animal, sumergirlo en agua y jabón hasta dejar una resaca gris, retorcerlo, quitarle el agua, colgarlo al sol y al frío de la noche. Cada vez que el animal era llevado a la mesa de operaciones algo se perdía: un poco de algodón, un poco de inocencia, un poco de dureza en el tejido. Un día no hubo más remedio que abandonar la flácida epidermis poniendo a salvo únicamente el corazón. 





lunes, 24 de junio de 2013

Conectar

Conectar. Tender puentes para caminar [Todo lo que quiere E en la vida es caminar, me digo]. Congregar. Unir puntos lejanos. De pequeña no hacía más que pegar stickers y armar figuras trazando líneas que conectaban puntos numerados en revistas que mi padre me compraba. Si vuelvo sobre mi memoria, descubro que mi capacidad de recordar eventos insignificantes, detalles que la gente soslaya, es asociativa. Si me torturo vitalmente pensando en eventos cotidianos, generando coincidencias, buscando con desespero señales inequívocas, es porque conecto sutilezas. 

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F piensa en literatura. Es lo más importante en su vida y está por encima de cualquier cosa. Todo cuanto tiene es la literatura. Es su refugio. Quiere escribir para él. Maricadas, dice. No quiere publicar, no quiere botarlo al mundo. Escribe para sí. No sé la historia de la Torre de Babel; sólo reconozco su figura. El gran edificio asciende. Se eleva hasta al cielo. A lo mejor tiene un final, pero se pierde. Imposible verlo -además soy miope-. En lo alto de la torre -como en los cuentos de caballería- está F. También es una isla. La literatura es una isla donde F de Faro vive. A veces da una luz desde su isla. La luz salva. De repente un náufrago advierte la luz y, envuelto en ella, se deja llevar hasta la isla. ¡Tierra! Por fin la tierra después de no tener anclas ni solidez. Llega a la isla que es la literatura y no hay nadie. Muere solo en la isla salvado por la luz del F de faro. 

E quiere caminar. E caminaría todo el litoral del caribe colombiano. Caminar supone recorrer caminos, conexiones que otros hicieron. Pero también implica trazar caminos nuevos, conectar. A veces siento que dibujo figuras para que E las camine.

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¿Existe una pasión en la que quiera sumergirme por el resto de la vida? 

No hay forma de caminar hasta una isla. No hay manera de trazar caminos para quien no quiere recorrerlos.

domingo, 16 de junio de 2013

Monedas



Una moneda separada de otra por un dedo índice. Tac, tac, tac. Los metales chocan cada vez que el dedo se mueve, separando y alejando las monedas. El dedo índice pertenece a una mano inquieta y nerviosa. La piel es áspera, aunque vulnerable. Hay arrugas y venas que se anuncian como las puntadas derecho y revés de un tejido a dos agujas. Mientras el dedo juguetea, las otras monedas se sacuden. Hay algo en aquel tintineo sincopado que lo tranquiliza. De repente la mano entera se sumerge en el espacio ancho del bolsillo y deja que las monedas bailoteen como peces. La mano se mueve mientras él espera. 

El que espera se sostiene en un par de pies deformes. Son blancos como la leche y los dedos están montados unos sobre otros. En algún momento esos pies fueron suaves y bien torneados. Pero las formas humanas cambian con el tiempo y sus envoltorios. El cuero duro y las hormas angostas de los zapatos modificaron el curso de su andar. Cosas de la moda, dice una voz atemperada. Los pies, hechos dos arcos que se encuentran -como si el pie derecho saludara al izquierdo- ahora reposan sobre unas sandalias cáligas. 

El cuerpo que esos pies sostienen pesa 53 kilos y la figura menuda apenas supera el metro y medio. Todo él es tan blanco como los pies, salvo la cara, que es más morena y pecosa. Aunque el que controla sus gestos simula ser un hombre enojado, no hay severidad en sus formas. La nariz es delgada, el mentón ancho y las cejas dos líneas débiles que bien parecen las aristas del tejado de una casa. La boca es menuda y los dientes angostos. La frente, amplia y llena de líneas, es el único detalle que sugiere un enojo. Pero la furia se deshace al advertir cómo miran sus ojos pequeños de color indefinido -un poco de gris, un poco de café, un poco de azul-; es como si siempre estuvieran a punto de llorar. Quizás por ello ese rostro carece de grandes gestos; en cualquier caso parecerá tranquilo y triste. Si se ríe, la sonrisa no será ancha; sólo habrá un leve sonrojo. Si se enoja, no habrá dureza en la mirada; el rostro sólo será más pálido. 

El pelo merece un capítulo aparte. Sin ser abundante, la naturaleza lo bendijo por escapar de la calvicie y por tener apenas unas pocas canas. Pero también es delgado, liso y enclenque; es un pelo falto de carácter. 

De ese cuerpo sostenido en unos pies que se saludan, sale la voz que escuchamos más arriba diciendo cosas de la moda. La voz a veces coincide con los ojos porque también sugiere que el hombre está a punto de llorar. Cuando se enoja, sin embargo, sus inflexiones cambian y se vuelve insidiosa. Un sirirí. La voz, toda voluntariosa, parece entonces un eco de montaña. 

En medio del relato el dedo índice sigue jugando con las monedas. A menudo hace lo mismo con el roce de las servilletas después del almuerzo y con los volantes que recibe por la calle. Dicen que es un ademán propio de los Libra. Pensar en los astros y en la predestinación de los gestos como una forma de decir que el azar no existe y que la genética no se equivoca. Entender la genética como un capítulo del universo, polvo de estrellas. Nadie en una cadena ascendente comparte ese gesto; ni su padre muerto, ni su madre perdida, ni sus hermanas -una blanca, otra morena-. Pero si se toma la cadena del sentido contrario, descubrimos que su hija a veces lo repite y que también dobla y roza con el dedo las servilletas y los volantes. Un ademán propio de los Libra en el código genético de un Aries. 

Todo lo que nuestro hombre en cuestión es se aglutina en la figura de su hija. Descubrimos en el recelo de sus gestos más cercanos la timidez juvenil. Le cuesta revelar afectos aunque parezca siempre a punto de llorar. A pesar de ello su trato es dócil. A veces la voz voluntariosa -el sirirí- cede dejando caer un cadencioso "su mercé". En otros momentos la mano áspera deja de jugar con las monedas y en su amplitud se vuelve suave al roce del pelo de su hija. El pelo de ella es el pelo de él -liso, delgado y enclenque-. A ella, como a su pelo, le falta el carácter que a él le sobra. Lo sabemos por sus reacciones dispares en una misma situación. Supongamos que ambos coinciden en la mesa de un restaurante y alguno de los dos pide una cosa y recibe otra. Él protestará sin reparos, para eso paga. Ella se resignará evitando de cualquier modo las molestias. 

Él es pacífico como su padre. En general rehuye al conflicto y a cualquier forma de violencia. Su valentía verbal se queda corta ante su figura y sus herencias. Puede alterarse y reclamar lo suyo; pero al menor asomo de un puñetazo abandonará el ring. Esa herencia masculina -típicamente femenina- se imprime en el temperamento de su hija. La ausencia de maltratos le han procurado un espíritu sosegado. La tranquilidad de ella a veces lo exaspera. Demasiada parsimonia, demasiada ausencia de movimiento. Él precisa un mundo en el que pase algo, ojalá rápido, porque la quietud le resulta una antesala de la muerte. 

Es un hombre generoso aunque le preocupa el dinero. A menudo esa preocupación es nerviosa y obsesiva, aunque siempre inocente. No tiene la malicia de los que negocian; tal vez por eso se preocupa. A cambio, la genética paterna le otorgó una inmensa creatividad. Es un inventor de formas de hacer las cosas: cocina con método, crea toda suerte de empaques para cargar las cosas y por muchos años lavó la ropa con un juego de baldes simulando el mecanismo de las lavadoras. Su creatividad, como nos contaría un libro de biología, está en función de su supervivencia. Pero de un tiempo para acá sobrevivir dejó de ser relevante para él como una condición individual. Defenderá su vida mientras pueda, claro. Podemos imaginar que no le teme a la muerte, salvo porque piensa con frecuencia en cómo ese destino natural incide en la vida de su hija. 

Por años la ciencia ha querido intervenir el incierto futuro. Hoy no sólo es posible saber el sexo ganador en una carrera de espermatozoides, sino prever el color de sus ojos y las enfermedades que ha de padecer. Con un poco de suerte y sin necesidad de la cuántica, podemos explicar aquella manera de jugar con las monedas. Armados con las técnicas de la razón procuraremos modificar el entorno social lo suficiente para que el misterioso lenguaje genético se manifieste de la manera más armónica. La selección natural llevada a su perfección en búsqueda de un hijo para cada padre sin que logremos entender lo que no tiene elección: la asignación de un padre para cada hijo. 

Parece que hay mucho de aleatorio en el hecho de que aquél hombre sea el padre de esa chica, y no otro quizás más alto y menos pecoso o uno más desentendido y violento. Descubrimos, entonces, algo afortunado en lo azaroso. Algunos lo llamarán un regalo de los astros, la genética o la voluntad de Dios: formas de decirnos que quizás no estamos solos y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros. 

En algún punto de la historia de un linaje alguien toma dos monedas y las pone a jugar al roce de su dedo índice. Hay más impulso que voluntad en el movimiento. Las monedas son dos puntos en el pluriverso. Una es un hombre; la otra su hija.