domingo, 28 de abril de 2013

Cantar

No recuerda la voz de su madre. Puede evocar la textura de su pelo negro azabache, la suavidad de sus pómulos colgantes y los rasgos perfilados de su cara; sabe aún del grosor de sus manos laboriosas y de sus uñas largas. Aquellos detalles habitan en ella. Aunque su cuerpo es una extensión de la madre, no consigue adivinar su voz a través de la propia. El olvido es extraño: si hubo un cordón umbilical amable entre las dos fue el de sus voces. Antes de pisar un conservatorio y descubrir que podía interpretar Los pollitos con el registro de una soprano, ella le enseña a cantar. Antes de saber que hacer música con la voz es un juego de respiración, resonancia, emisión, colocación y apoyo, ella le enseña a hilar palabras con melodías. 

Cuando canta trata de emular la voz de su madre. Llena los pulmones de aire, lo que puede a esa edad minúscula, para hacer que las cuerdas vocales vibren. Luego activa el mecanismo motor de lengua, paladar, mejillas y labios para filtrar el sonido. No sabe que puede cantar más arriba. Tanto imitar el registro de su madre la hace desconocer la potencia de su voz. Tampoco sabe cuál es su primera palabra ni a qué edad la dijo. Recuerda, eso sí, que a los tres aprende de la madre unas muy raras; quizás las más extrañas que haya escuchado del lenguaje que apenas conoce. “Llo-ran, lloran los guaduales… porque… también tienen alma”, canta la madre. Ella repite: “gu-a-du-a-les. Gua-dua-les. Guaduales”. Imagina los guaduales como niños colgando de un árbol a la orilla de un río. Ahora la madre le enseña a “El turpial”. Ella se figura la palabra turpial como una cascada. 

Desde que nació su padre la ha arrullado con tangos. Le ha dicho con voz quebrada que todo es mentira, que nada es amor. Él la ha llamado Yira mientras acaricia su cabeza. Pero el padre desafina y no recuerda bien las letras de las canciones. Se enreda. La madre, que es paciente y de voz melodiosa, la toma de la mano cuando ya ha dejado la cuna y le enseña a cantar “Pueblito viejo”. Todos los lunes a las seis de la tarde repite la maniobra. La madre dice: “lunita consentida colgada del cielo” y ella se imagina el bombillo de un farol. Nunca ha escuchado con atención los cantos de persona alguna. Ahora tiene la edad para seguir la musicalidad de las palabras y los ojos brillantes de quien las interpreta. “Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas, por tus calles tranquilas corrió mi juventud”. No sabe qué son cuitas; las imagina como una fila de casas viejas. “Por ti aprendí a querer… por la primera vez… y nunca me enseñaste lo qu’es la ingratitud”; eso la conmueve. 

“Hoy que vuelvo a tus lares… trayendo mis cantares”. “Laaares, laaares”, repite. No puede decir “laaares”. Tampoco sabe qué significa. “Hoy que vuelvo a tus lares, trayendo mis cantares, y con el alma enferma de tanto padecer, quiero pueblito viejo morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer… tan-tan”. “Morirme”. Ha escuchado esa palabra antes. Por la cara de su madre imagina que es amargo. Por primera vez es consciente de algo como un dolor tras la palabra muerte. Seis años después ya ha estudiado piano, violín y técnica vocal. En el colegio le piden que cante para el día de la madre. Ella accede. Supone que estará bien cantar “Pueblito viejo”. Se para un domingo en la mitad del patio del colegio y saca palabras como el mago pañuelos. Ese día la madre no supervisa la maniobra; permanece en una clínica. A los cuatro meses muere de un paro respiratorio. Ya no canta más. Ella olvida su voz.

jueves, 25 de abril de 2013

Roma



Lasciate ogne speranza voi ch’entrate*.
Dante Alighieri, La Divina comedia


Salió de casa en Via Conte verde, llegó a la esquina de Via Cairoli y bajó hasta Via Emanuele Filiberto. Giró a la izquierda, atravesó Via Bixio y se plantó por fin en el paradero de Viale Manzoni. Era uno de esos días de atmósfera ambigua en los que el sol de finales del verano hace del cielo un lugar más misterioso: nubes y sol conviven en lo alto en completa anarquía, e incluso la ventisca parece más gentil. Su única compañía en la estación era una mujer rubia y lánguida, toda vestida de negro, que caminaba de un lado a otro con un temblor irrefrenable. Notó que su impaciencia venía de adentro y no del entorno. No era la espera del bus la que la hacía temblar; había algo en su brazo que la zarandeaba a su acomodo. Su cadera también parecía desencajada. Sus piernas en extremo delgadas no lograban coincidir con el resto de su cuerpo. 

Llegó el bus. Escogieron entradas distintas. Se sentó atrás para no perder de vista a la mujer que peleaba con su brazo. Luego fue su cara la que empezó a cambiar mientras balbuceaba un discurso para sí. En aquél cuerpo tenía lugar una batalla a la que ella asistía atada a una silla de autobús. Justo después de girar por Colosseo, un sobresalto colectivo cortó de tajo su curiosidad. Vio cómo varios, con una sincronía espontánea, dejaban su silla ante la amenaza de los controladores. Ninguno de aquellos pasajeros tenía tiquete; ella tampoco. Salió de la inercia y siguió a la masa de infractores. Al tiempo que los controladores ingresaban, ella y los demás abandonaron el vehículo. Puso un pie sobre la acera dejando atrás la seguridad del bus y el mundo conocido. Aunque fueron varios los que emprendieron la huida, le pareció que los demás se habían esfumado. El paradero estaba desierto. El estado de alerta que la tenía a salvo no la dejó esperar otro autobús. Atrás -o adelante- había quedado una mujer temblorosa que jamás volvería a ver. Pero ninguna criatura pasa sin dejar un presagio.

Se echó a andar mirando al piso con el convencimiento de la que sabe su camino. Infinidad de veces había cruzado por allí en el autobús, así que sintió la seguridad de seguir la ruta con sus pies. Roma engaña con sutileza y muestra con falsa familiaridad las calles a menudo visitadas. El árbol tantas veces visto nos llama: “por aquí, soy la señal del giro a la derecha”; y justo cuando se ha cedido a la seducción de su guía, nos lleva a rincones que se exploran con la intuición y no con la memoria. Entonces se descubre que aquello conocido ya no está. Alzó la mirada y vio de frente una pirámide avasalladora. Llevaba meses merodeando sin saber: la había atravesado por debajo metida en un vagón de tren; había pasado una y otra vez por su lado desde la lejanía del autobús. Trayectos de ida y regreso, de día y de noche, en los que nunca advirtió su presencia ahora contundente. La midió gigante desde ahí abajo; quizás más grande de lo que era. Por un engaño óptico la punta simulaba tocar el cielo. Pensó que aquella pirámide terminaría por devorarla; sintió el miedo de quien llama a las puertas de la Torre de Babel. Quiso correr pero la impresión del encuentro con las cosas de otros tiempos la paralizó. Se sacudió del letargo y caminó tan rápido como pudo. Ante ella se presentó un parque gigante, o eso pensó que era. Se internó por entre árboles y prados que escondían ángeles de mármol. Estaba en el cementerio protestante. Comenzó una carrera que la lanzó a una calle que parecía de ensueño; necesitaba escabullirse de la enemistad de las cosas. Pero ya entonces y allí era una figura desplazada, cuidadosamente cortada con tijeras y pegada en el fotomontaje que no correspondía. Nunca antes había visto esa calle en Roma, y nunca más la volvería a ver. Por un momento sintió que los pocos transeúntes asistían a propósito a su ritual de angustias.

Siguió caminando a la espera de un golpe, uno cualquiera, así no fuese de suerte. Reconoció de a pocos las edificaciones obreras del barrio Testaccio, que le despertaron una curiosidad que relegaba al miedo. La intuición de lo familiar la relajó aunque no dejó de sorprenderla. Había cruzado por allí unas pocas veces -siempre de noche- en busca del ruido de los latinos y sus discotecas, pero nunca había detallado sus calles. Testaccio le pareció ahí mismo una isla anclada en la Italia fascista. De cada edificio se desprendía el espíritu de la resistencia obrera: la vida humilde, el hacinamiento, la grasa pegada en las paredes. A lo lejos divisó el Lungotevere como promesa de lo conocido. Roma le preparaba una escenografía de abandono que sin embargo no encajaba con la ciudad de las ruinas. Se acercó al Tevere en cuyas orillas solía leer; pero se topó, en cambio, con un río menos apacible invadido por la maleza. Cruzó un puente de metal tan distinto a los elaborados puentes de piedra del Lungotevere; vio el río cuesta abajo y recordó las veces en que quiso lanzarse con mansa convicción suicida. Sintió el miedo de ceder al engaño de morir sin más sobresaltos que los del choque con el agua. Pensó en su contacto y en el pataleo desesperado del que no deja al entrar toda esperanza.

Avanzó por calles y edificios todos empapelados, cuyos nombres no revelaban nada: Via Antonio Pacinotti, Piazza della Radio, Via Ettore Rolli; ninguna parecía ser una pista del fin. Se prometió seguir sin titubeos por la vía que se le plantaba por delante, pues cualquier giro sería una puerta a un laberinto mayor. Sabía secretamente que llegaría el momento en que tendría que girar; y la prueba de su convicción no tardó en aparecer: en la mitad de esa calle larga había una muralla infranqueable de cuatro túneles. Su cabeza ordenó seguir; alguna parte de ella confiaba todavía en que lo vivido era solo una jugarreta nocturna. Ingresó al túnel de la izquierda y se dejó invadir por la penumbra. Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura**. Los carros pasaban y dejaban de soslayo un viento frío. Debía parecer un alma en pena queriendo salir del limbo. El trayecto no era largo, aunque la maniobra le pareció eterna. Cruzó el umbral del mundo de las sombras y de inmediato vio una escalera. Llamada por el impulso dantesco de la redención tras el ascenso, siguió los peldaños uno a uno hasta la cima. En lo alto halló el reverso de la historia: estaba justo enfrente de la Estación Trastevere, última parada del autobús que había dejado.

Dante, el fiorentino, dibujó en La Divina Comedia un infierno muy romano: círculos concéntricos con personajes de libro de historia y criaturas inverosímiles al servicio de la taxonomía del pecado. Se lee en las puertas del infierno: “es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y el lugar donde sufre la raza condenada, yo fui creado por el poder divino, la suprema sabiduría y el primer amor”. De la estación A a la estación B hay quince minutos en bus; pero entre A y B hay puertas que se abren, árboles que invitan, pasadizos y retornos. En Roma nunca avanzamos, sólo nos hundimos en arenas movedizas.


——
*Dejad, vosotros los que entráis, toda esperanza.
**“En medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura”, escribe Dante en el primer verso de la Divina Comedia.

domingo, 14 de abril de 2013

Miedo

Me desperté de un sobresalto. Debían ser las tres de la mañana. Debajo de la puerta se colaba una luz que prometía ser escandalosa. En alguna habitación de aquella casa a oscuras pasaba algo; y, como la realidad a veces exagera, ocurría entre la resaca del domingo y la pereza naciente del lunes: el momento de la semana en el que todo se nos presenta inmutable.

Entonces ella levantó el cuchillo y dijo: “Usted sabe que podría matarlo ahora mismo”.

“Gladys, piense. Suelte eso y deme los papeles”, respondió él. Parecía tranquilo pero vehemente.

48 horas antes, Gladys, mi mamá, se había parado de su cama, había entrado a mi cuarto y se había sentado a los pies de la mía a gemir. Se mecía de adelante hacia atrás con una mano en el pecho. La veía tan de ensueño que la duda de la realidad no me hizo temer. Luego entró la luz de las seis de la mañana por la ventana. Ella, ya desasida del espanto que la zarandeaba, se paró como si nada y se puso a hacer oficio. Pensé que me estaba volviendo loca. Después olvidé el episodio.

Me bañé con la lentitud infantil de los seis años. Pasé una hora bajo el vapor del agua hirviendo hasta que los dedos arrugados de mis manos me dijeron basta ya. Cerré la ducha y me sequé con parsimonia. Por aquellos años me poseía una gran pereza: estaba tocada por la lentitud de las cosas. Al salir del baño me aguardaba Gladys. Me regañó con una ternura inusitada. Su contundencia no lograba ser severa por lo amorosa. Que me apurara, que el gasto de agua, que quería limpiar el baño. A lo mejor la propia desidia me impedía ofenderme. Recuerdo, no sé bien por qué, su imagen de espaldas bajando por la escalera. Llevaba un saco azul rey y un vestido de plata; mi madre tenía clase hasta para brillar el piso. La atmósfera mostraba un día tranquilo y soporífero; quizás el ambiente también era más húmedo. Todo parecía urdirse con el misterio de las cosas que están por sorprender. En la tarde entraba un sol pausado por la ventana, ni insidioso ni decorativo. La casa parecía más franca y luminosa. Se sentía una paz de esas que uno nunca quiere soltar, de aquellas a las que hay que temer.

Entre el patio y la cocina, entre almuerzo y onces, mi madre habló y habló con una vocecita de santa. “Charles: quiero ir a la Embajada de Estados Unidos a reclamar lo mío. Quiero recuperarme. Quiero estar bien. Para mí sería importante saber qué pasó con mis cosas”. Mi papá, a quien ella cariñosamente llamaba Charles, dijo que la apoyaría, que le parecía bien que hablara con decisión y tranquilidad. Yo no entendía el discurso, aunque la curiosidad no me sobrepasaba. Sabía lo esencial: que mi madre había vivido en Estados Unidos, que allí se había casado y perdido a dos hijos en extrañas circunstancias, que el hombre que era su esposo estaba involucrado, que aquél le había robado y había logrado que la deportaran a Colombia. Y ya. Carecía de la mente adulta capaz de dimensionar los dramas.

Llegó la noche y la madrugada del domingo. Era día del padre. Me despertó el ruido del televisor a todo volumen; me levanté como no entendiendo ese contraste perverso de sábado a domingo. Mi madre estaba en su cuarto, metida entre las cobijas, pulsando compulsivamente los botones del control remoto. Su cara era distinta. Me pareció que tenía los ojos de aquellos que no duermen. Mi padre había huido de la sordidez confinándose en el cuarto de dibujo. Hubo llamadas, felicitaciones e invitaciones a almorzar; hubo visitas y juegos solitarios. Todo intento de abstracción fue liquidado con un “si se van, me mato”. Así la tarde nos aplastó de a pocos con la contundencia inerte de los domingos.

“Vaya me hace un agua de manzana”, dijo a las seis. Yo no sabía cómo. Bajé a la cocina, saqué un recipiente, lo llené con agua y me paralicé. Busqué el consejo de mi padre y entonces por fin su tranquilidad se vio alterada. Se comió la escalera de a dos peldaños por zancada y encaró a mi madre: "no le pida a la niña esas cosas, no se meta con ella". Gladys, envuelta en un amasijo de cobijas y sábanas, con el control del televisor en la mano pero no el de su cabeza, desató un cataclismo. Gritos, cristales rotos, cólera, miedo. Al rato bajó él con resignación. No dijo nada, sólo me acarició la cabeza. La escalera era un puente de tensión que nos separaba de un infierno que esta vez quedaba arriba. Permanecimos en el primer piso buena parte de la noche hasta que no pudimos más. Para las nueve todos habitábamos la misma cama; ahora yo era la escalera que separaba a Gladys de la diestra de Dios Padre. En la televisión Jorge Barón gritaba “eeeeentusiassmoo”. A veces lograba dormirme por segundos, pero me despertaba con la luz del Show de las estrellas golpeándome en la cara. Llegó el momento, sin embargo, en el que Gali Galeano terminaría por arrullarme en mi zozobra. Dormí largo, tal vez media hora. Me desperté en mi cama, encerrada a oscuras con mi padre.

“Su mamá me quitó la billetera y los papeles”, dijo él. A la frase se siguió una correspondencia de susurros. Después me volví a dormir.


Me despertó una luz que venía del estudio y se filtraba por el pie de la puerta de mi cuarto. No veía nada, pero imaginaba el horror: un zapato mal puesto en el pie derecho de mi madre, un cuchillo al aire y mi padre reclamando unos papeles. Nunca supe si él sintió miedo, si creyó que iba a morir acuchillado como banquete de la prensa judicial. Pero yo sí sentí un temor irrefrenable. Gladys era maniaco-depresiva: tomaba a diario más de ocho medicamentos para su cabeza; cada tres meses pasaba otros tres encerrada en un psiquiátrico; estaba dos meses bien y luego dos meses mal. Su enfermedad no tenía cura. Para aquella época ya habíamos soportado muchas crisis; uno nunca se acostumbra, aunque se resigna. Pero el mayor temor lo sentí ese día: por primera vez ella empuñaba un cuchillo para matar a mi padre. Sólo muchos años después volvería a sentir un miedo equiparable cuando mi mejor amiga habría de repetir la escena con la intención de hacer de su cumpleaños una carnicería.

De tanto luchar Gladys se resignó. Con la naturalidad pasmosa de los milagros, dejó el cuchillo sobre la mesa. Después vino la eternidad del delirio, el querer salir a la calle envuelta en sábanas. A las ocho de la mañana del lunes, ella ya no estaba en casa; se la habían llevado al psiquiátrico. Abandoné por fin el encierro de mi cuarto, caminé descalza por entre una escenografía de posguerra y salí al patio. Di vueltas y me senté con una quietud zen para la que entonces no necesitaba técnicas. Permanecí allí mucho tiempo hasta que el sol se mostró con ternura. El miedo se decantó entre la luz dulce que entraba por las ventanas y la imaginación puesta en mi padre y mi hermano reconstruyendo la casa.

Dice Silvina Ocampo: “lo único que sabemos es lo que nos sorprende: que todo pasa, como si no hubiera pasado”.

martes, 9 de abril de 2013

9/04

“La memoria es del tiempo”, dice Aristóteles. Y el tiempo, esa humana ficción, el templo de las conmemoraciones. Hay algo en nosotros, humanos de pulgar oponible, que nos vuelve hacia el pasado con sagrada ritualidad. Hay algo en ese empecinarse en una fecha como signo invariable de la permanencia en el mundo. Entre la astrología y el libro de efemérides uno es capaz de dar sentido a cualquier día. Somos falsamente auténticos, eso lo saben bien los psicólogos y las estadísticas. Aunque resulta tentador ceder a la exclusividad que nos otorga un día, visto de fondo, es sólo un azar anecdótico. 

Cuando la gente se muere, nosotros, humanos de pulgar oponible, cambiamos una fecha por otra para hacer oficio del pasado. Olvidamos con el tiempo los cumpleaños y recordamos con empeño los decesos. Mientras vivimos, nuestro ego defiende la entrada en el mundo. Al morir, desprovistos de él, los demás nos señalan el fin. Uno mismo, sin saber, se encarga de redondear sus propias historias.

Hoy es mi cumpleaños. Pasado mañana sería el de mi hermano. En ocho días es el aniversario de su muerte. Cumplir años no tiene mérito alguno, pero saberse vivo sí que lo tiene.

lunes, 8 de abril de 2013

Habilidades anecdóticas Vol. I

Recuerdo a mi padre enrollando una cuerda en la enorme panza de un trompo. Primero la pasaba por la cabeza como la soga por el cuello del ahogado; luego se desplazaba a la punta metálica, centro de la espiral que se había de ceñir a su cuerpo. “Para bailar me pongo la capa porque con capa no puedo bailar. Para bailar me quito la capa porque con ella no puedo bailar”, repetía en cada giro. Ya con la capa hecha de pita, se unía al trompo pasando la cuerda sobrante por el dedo corazón. Por una extraña metáfora, el lanzamiento no funciona con otro dedo. 

Con el trompo en la mano como si fuese una extensión del propio cuerpo, mi padre se ubicaba en la esquina de un terreno amplio. “Hay que darle pista”, decía. En ese momento explicaba la importancia de la postura de la mano. Los niños de mi generación lanzaban el trompo de frente, sin mayor técnica. Ponían la mano de medio lado y lo mandaban de sopetón. La maniobra parecía más un azaroso lanzamiento de dados. Mi padre decía que antes, en su época, eran las niñas las que jugaban así. Pero como el trompo era un asunto de honor de hombres, él aprendió la mística del lanzamiento a contramano. Se acomodaba, entonces, como un jugador de bolos: ponía el trompo y la mano para sí y, con una cadencia ni muy lenta ni muy rápida, giraba la mano y lo lanzaba tan lejos como podía. A su caída uno sentía el choque del metal con el suelo y el ronroneo de la danza. El trompo bailaba. 

Aquél lanzamiento tenía valor por lo lejos que podía llegar el trompo, aunque el mérito mayor estaba en las gracias ejecutadas durante la danza: tomar la cuerda por los extremos, trazar un círculo con ella en torno a la punta de metal y, sin torpedear el baile, apretar la soga para levantar el trompo y mandarlo a la otra cuadra; o extender la mano con la palma hacia arriba mientras el trompo baila en el suelo, separar los dedos anular y corazón, rodear con ellos al que danza y seducirlo para que traslade su pista a la propia palma de la mano. Luego de que el trompo hiciera lo suyo sobre las líneas del destino, en la cuadra siguiente, el dueño de la maniobra dejaba que el trompo volviera a su pista natural. Así, de cuadra en cuadra, se jugaba aquello que en la infancia de mi padre llamaban “calles”.

Yo, como los samurais, fui entrenada por mi padre en estas maniobras legendarias. De él aprendí la técnica de “ponerle la capa al trompo” con la tensión justa, las posturas de la mano, los tiempos de lanzamiento. Si lo pienso bien, lo mío con el trompo es una habilidad oculta y aprendida; no es un talento sino el resultado de la disciplina del aprendiz. No es, tampoco, una habilidad práctica. Jugar trompo con cierta maestría es una curiosidad anecdótica como hablar esperanto: no hay que batirse con nadie; no es algo que se vaya mostrando por ahí. 

Algunos domingos mi padre y yo jugamos trompo. Ensayamos los trucos de aquél juego de “calles” en el encierro de nuestra casa. El amor por lo que parece inútil lo aprendí de él. Nos une un lazo invisible atado al dedo corazón.

domingo, 7 de abril de 2013

Lapsus brutus

Un día a los cuatro años leí en voz alta para un pequeño público familiar un fragmento de la Enciclopedia Ilustrada del Mundo Natural. En algún punto paré y dudé. Leí “pulpito” donde decía “púlpito”. Mi papá entre carcajadas gritó: “púlpito, no pulpito”. Por alguna razón todos recordamos el hecho que aparece en una que otra reunión. El episodio nunca me avergonzó; me parecía un mero error infantil. Aparte de eso no tengo más metidas de pata. O bueno, sí, una más.

La vergüenza que desde muy pequeña sentí por las imprudencias de mi padre cultivaron en mí el gusto por la reserva y el silencio. Necesitaba seguridad para hablar, una muy particular: confianza en el contenido más que en mí misma. Temía a esos momentos de mente en blanco y dicción mecánica, en los que uno se siente como la Señorita Guainía cuando dice “I’m feliciting de estar en Cartagening Hilton”, mientras lanza una mirada vacía al horizonte. La mezcla de pavor, prudencia y timidez formaron un cóctel útil: como sólo hablaba cuando estaba muy segura de lo que iba a decir, casi nunca trastabillaba. Tenía, además, una virtud natural para construir argumentos y comentarios graciosos con rapidez. Fortalecida en mis trincheras me acostumbré a hablar, sobre todo en público. En el colegio me delegaban toda suerte de discursos, parlamentos y poemas. Parecía asertiva; tenía el arrojo adolescente del revolucionario de plaza pública. 

A los doce años me hallé en un mismo salón del colegio con todos los novenos, los directores de curso, la profesora de religión y las coordinadoras académica y de disciplina. Nos enfrentaba algún asunto banal, como todo en esa época, aunque por entonces seguro parecía importante. A esa edad me había batido ya en distintos escenarios: aparte de las izadas de bandera y vía crucis del colegio salesiano en el que crecí, encabezaba marchas y mítines de las Juventudes Comunistas. Alentaba en mi pequeñez a masas de jóvenes, tan perdidos como yo, con arengas como “Usa nos usa” y “Alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”.

Pedí la palabra. Hilé un discurso sólido y beligerante sobre el tema en cuestión, pero en una fracción de segundo hubo una falla en aquella misteriosa conexión entre pensamiento y discurso, que entretiene por igual a neurólogos y filósofos del lenguaje. En mi cabeza apareció la palabra suposición: “no podemos basarnos más en suposiciones”, pensé. Pero en el tramo que va del córtex proyectando las fibras nerviosas al hipotálamo y de allí a todos los mecanismos nerviosos sensoriales, mecánicos motores y asociativos, la palabra suposición se transformó en supositorio. A mi cabeza le sonó bien, le pareció que funcionaba con cierta sofisticación. Y entonces lo dije:

“No podemos basarnos más en supositorios”.

Las monjas se miraron con malicia. Una de ellas, la coordinadora de disciplina, esbozó una sonrisa pícara y dijo: “sobre todo en supositorios”.

Entendí en ese momento que me había equivocado. Pensé que la palabra no existía, que había cometido un error equiparable al de aquel que dice “habemos” o “enchufle”. La ignorancia de las dimensiones de mi error no me alivianaron más. Había fallado la que nunca fallaba. Mis compañeras, sin embargo, pasaron por alto la falta. Ellas, como yo, tampoco sabían lo que significaba supositorio.

El asunto pasó sin más. No fui recordada especialmente por eso y, ya en el calor de la discusión, al universo de aquél salón se le olvidó. Años después leyendo alguna novela sobre argentinos y enfermeras vi la palabra. “Entonces sí existe”, pensé. Me abracé a la pequeña venganza de pensar que no había errado, que las monjas eran unas tontas que no sabían que la palabra supositorio existía. Busqué, pues, en el diccionario, sin saber que allí me aguardaba una verdad dura y terrible:
Supositorio.(Del lat. suppositorĭum).
1. m. Med. Preparación farmacéutica en pasta, de forma cónica u ovoide, que se introduce en el recto, en la vagina o en la uretra y que, al fundirse con el calor del cuerpo, deja en libertad los medicamentos cuyo efecto se busca.
Recordé el hecho que ya todos habían soslayado y sentí una profunda vergüenza; una apenas comparable con la de aquél que se somete a un supositorio.