domingo, 8 de septiembre de 2013

Zoom in

Microscopios para atravesar las capas de lo aparente y observar objetos diminutos. Telescopios para hacer real al ojo la vastedad del universo. Cámaras de veintenas de megapixeles para fijar en el recuerdo las cosas lejanas. Televisores en alta definición para ver hasta la más mínima gota de sudor de un jugador de fútbol. Gafas en 3D para simular que el cine también se puede tocar. Satélites para pisar calles a todo color sin nunca salir de casa. Máquinas de rayos X para rastrear el contenido de los equipajes. Ojos biónicos para las personas ciegas de nacimiento. Superhéroes para soñar con sentidos amplificados. 

Desde los chinos del Siglo X que ajustaban el mundo a la incoherencia de los ojos con un par de lentes ajustados a dos aros de madera, desde Roger Bacon y los italianos y el S. XIX que corrigió el astigmatismo, desde las operaciones LASIK con cuchilla y el láser de femtosegundo, hemos cortado, pulido, inventado para acercar lo lejano y atravesar lo cercano. Hemos ampliado, ampliado y ampliado. Somos la generación zoom in

Pero un día amplifiqué tanto el mundo que se pixeló. 

**

E. Efe Pe. Teeee, ooooo, zeeeeta. No alcanzo a leer más. Ahora así. Ele, pe, e, de. Peeee… eeee, ¿de? Ahora con éste. Y éste. Con éste ves mejor o con el anterior. Con éste. Y con éste o con éste. Con ese. ¿Y entre éste y el primero? Con éste. Muy bien, ahora pasemos a la máquina -porque también hay máquinas para que un ojo vea dentro de otro ojo-. Mira la luz. Abre bien el ojo, pon la quijada ahí abajo y pega bien la frente. Eeeeso. No cierres no cierres no cierres. Mira la luz azul. Abre bien. Mírame detrás de la oreja. Aquí, eso. Ahora aaaaquí. Muy bien. 

Ven por acá pasamos a explicarte lo que pasa. Pasamos porque todos, médicos, odontólogos, optómetras, fisioterapeutas, neurólogos, psiquiatras, todos todos nos hablan desde la primera persona del plural. Se involucran. Sienten nuestros males. Zoom in, zoom in, zoom in. Y entonces sacan un modelo a escala: un ojo de cerámica que nos permite ver cómo es el ojo humano gracias a un zoom in hecho entre ciencia y artesanía. 

Lo que tenemos es una miopía de menos cinco ya prácticamente estable. Pero si vemos aquí, esto es la córnea y la tenemos desviada. Si vemos acá se ve curva y en la foto que tomamos encontramos que la tenemos como un cono. ¿Nos estamos aplicando las lagrimitas? Sí señor. Es que esa forma de cono nos genera un astigmatismo no corregible con gafas. ¿Queremos gafitas o lentes? Gafas. Este enrojecimiento que tenemos es por no parpadear bien y por alergias y por el computador -y, en fin, por el mundo-. ¿Nos estamos aplicando el antiinflamatorio? Sí señor. ¿Estamos usando el computador a la altura debida? Sí señor. Esos vasitos los podemos disparar con láser y desaparecen, eso es porque no nos hemos hecho caso. Y pues como te decía, la miopía la tenemos bastante estable. Yo creería que ya nos podríamos operar. Si nos decidimos podemos ordenar unos exámenes de córnea y listo.


Operarnos. Operarme. Ver bien. Todo el tiempo. Ver la nitidez de las grietas en el techo todos los días al abrir los ojos y los detalles de la lámpara que mi abuelo ganó en una partida de ajedrez cada vez que tenga insomnio y las diferentes caras de la gente por la calle, las de ojos salidos, las de ojos hundidos, las redondas, las mofletudas, las delgadas, las ovaladas, las de narices chatas, las de narices con las que se podría hacer un remake de Tiburón, y los dientes blancos de la gente linda y los dientes chuecos de la gente del mundo y los amarillos de los que toman tinto y el bling bling de Madonna en el televisor y el televisor brillante a todo color y los subtítulos de las películas y los números de las sillas en el cine cuando ya han empezado los cortos y el piso y las escaleras y las rutas de Transmilenio y los letreros de los buses y los taxis que van libres y los taxis que van ocupados y los carros que vienen a un metro, a diez metros, a dos cuadras, y la gente conocida que hace cara de tons qué y la gente desconocida que parece familiar y la gente que es amiga de un primo del exnovio de una tía del hermano de un sobrino de una amiga del colegio de A y a éste que lo he visto en Twitter y a aquella que vi en un concierto y los conciertos desde el gallinero, el palco, la platea y la gente de bien, la gente divinamente, y los agentes del mal -que a veces son la misma gente de bien- y la comida y los colores de la comida y los detalles de la comida y no confundir una oliva picada con un pepino picado y el menú y los letreros y el precio de las cosas y la propia cara en el espejo y las pecas y el broche de los zapatos y el detalle de los vestidos y el mundo más pequeño, más lejano,  y ver las letras pequeñitas del computador cada vez que escriba, y la hoja en blanco cada vez más blanca y brillante, y la velocidad de la barrita que titila y titila, esperando a que uno escriba, cada vez más lenta.

Volver a la nitidez del mundo que se me negó a los ocho años cuando perdía las evaluaciones de matemáticas porque aquello no era una suma sino una división y el tablero era blanco y acrílico y reflejaba el bombillo de las clases de siete de la mañana. Ver bien después de aquella promesa vacía de tener que usar gafas durante la infancia y la adolescencia temprana porque si usamos las gafitas a los dieciséis ya no las vamos a tener que usar. Nos habremos curado como el ciego de Jericó. Pero no nos curamos. Nunca ocurrió el milagro favorito de las novelas mexicanas -doctor, puedo ver, Virgencita de Guadalupe, puedo ver a mi niño-. Y como desde los catorce advertía el engaño fui dejando de a pocos el artilugio de los chinos del siglo X. 

¿Por qué las dejé? Porque el ojo es un músculo que se entrena sin usar las gafas. Porque me caía por ahí y quebraba las gafas cada dos meses. Porque con ellas no podía practicar capoeira -y sin ellas tampoco-. Por vanidad. Porque me crecían unas ojeras tremendas que descubría en las fotos 3x4 fondo blanco. Porque no volví a ver televisión. Porque dejé de tomar apuntes en las clases. Porque no me gustaba encontrarme a la gente. Por timidez. Porque de tanto dar zoom in a la fuerza el mundo se pixeló. 

Hubo también, no lo niego, algo de riesgo. El mismo que nos encanta en forma de viento frío dando sobre la cara cuando vamos en una moto a toda velocidad, cuando cruzamos la calle sin fijarnos si viene un carro o, en fin, cuando hacemos algo por euforia a pesar del miedo. Soporté tomar el bus equivocado hasta llegar a zonas desconocidas porque aún consciente de mi error la pena no me dejaba bajarme. Me acerqué a las mesas de las personas equivocadas siempre con cara  de sé quién eres, sé que me esperas, te reconozco. Pedí en los cafés bebidas cuyo precio no alcanzaba a ver -ni a pagar-. Anduve por ahí, como el tango, a media luz.

¿Y cómo es que, pese a esto, me obstiné en abandonar una parte del universo de posibilidades de la generación zoom in? Porque ver borroso es también una forma de extrañar el mundo.  

A menudo uso las gafas sólo en casa, cuando estoy frente al computador o cuando cocino: el remanente humano evolutivo de la necesidad de ver lo que se hace. Pero al salir vuelve todo a la normalidad. Los conocidos son conocidos porque reconozco la gama de colores a lo lejos y su forma de caminar. Los buses sirven o no según los colores. Las calles me gustan o no según los contornos. Miro los rostros de frente y sin pudor porque siento que en realidad no los veo. La posibilidad de ver bien todo el tiempo me asusta. 

Las noches desde aquí son un cuadro oscuro cubierto de una luz amarillenta que parece humo. Desde hace tiempo el autobús llega al Auditorium pasando por los puentes de la Calle 26. El Auditorium de Roma y la Calle 26 de Bogotá. Los puentes no tienen nada del otro mundo: no son el hoyo negro ni la promesa cuántica de viajar en el tiempo espacio. Son los puentes de Ponte Fiume en Roma que sin gafas se transforman en la versión impresionista de los puentes de la Calle 26. También veo gente que se parece a otra que en realidad no se parece en nada. Veo sensaciones. Impresiones que las cosas que conozco van dejando en mí. A veces para extrañar es necesario alejarse. A veces para enfocar hay que dar zoom out



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me siento afortunado de que me hayas reconocido en la calle esa vez. También agradezco que seas tan educada y noble como para saludar a alguien que no reconoces.
Sea como sea, apoyo tu no a las gafas.

Abrazos.

Jaime Arturo dijo...

No estás sola: http://elpais.com/diario/2003/05/03/agenda/1051912804_850215.html