lunes, 25 de marzo de 2013

Gimnasia

Me miro al espejo desnuda. Tengo el cuerpo de una mujer renacentista: cintura no tan delgada, caderas redondeadas, senos pequeños y torneados, piernas gruesas y un abdomen que no logra ser plano, sobre todo en el bajo vientre. Perseguir la esbeltez, en mi caso, supone enfrentarse a la genética materna de un cuerpo con carácter. Con un poco de disciplina alimenticia he logrado domar esto que tiende a expandirse sin pudor al menor descuido. Pero hay algo a lo que me resigné: luchar contra eso que soy, que también es de mi madre, es tarea un poco vana. Lo que veo en el espejo, desde hace seis años, es mi figura de siempre pero ahora con 14 kilos menos -a veces 12, a veces 16-. Lo demás implica una cuota de sacrificios para los que mi cuerpo tiene una voluntad natural contraria al deseo: hay algo más allá de mi carente disciplina, algo en las reacciones bioquímicas de mi organismo, que me hace desmayar en los gimnasios o sentir una presión en el pecho mientras corro; algo que se traduce en la torpeza con la que trastabillo y caigo en los juegos de basket, en la piel sensible que no resiste los embates del balón de voleibol y en la miopía por la que renuncié a la capoeira.

Decir que mi cuerpo es perezoso y que no sirvo para los deportes puede ser injusto y categórico. Soy una hábil defensa en el fútbol y salto lazo con maestría de boxeador. Pero aquellas parecen excepciones a la regla. No es sólo que sea una mujer carente del talento deportista: la verdad real es que los deportes, quiero decir, su práctica, me aburren profundamente. No logro disfrutar de actividades que, aunque en su corazón son solipsistas, exponen la propia resistencia ante los demás. No sé, por ejemplo, cómo comportarme en los gimnasios; me cuesta tener que confrontar con las habilidades ajenas y sus rutinas en comunidad, eso que mi cuerpo no da. Fuerza, resistencia, disciplina, habilidad: nada de eso me pertenece.

Alguna vez el instructor de un gimnasio dictaminó con un grito que yo era floja. Mi respuesta fue huir al baño a observar una sensación de mareo y no volver a un gimnasio nunca más.

Me gustan el baile, el sexo y el yoga: actividades físicas que me divierten y que piensan el cuerpo más allá de una máquina que se estira y resiste pesos. Pero en general me mueve la quietud. Prefiero meditar porque con ello floto como si nadara. Prefiero tocar piano porque con ello me desconecto como si corriera. Todo el movimiento que el cuerpo me reclama requiere música y cadencia; no puedo escuchar música sin sentir que bailo. A veces me aliviano y creo combatir la herencia y la voluntad de mi cuerpo con aquello. Pero ese espíritu que nos arranca de la quietud y nos lleva a escalar las montañas no me fue dado. Supongo que a cambio tengo la fe que las mueve.

1 comentario:

DaniloG dijo...

Qué belleza esa frase final. Es el mejor cierre que te he leído. Lo enmarcaría.

Me pasa al contrario que a ti, muchos días de quietud y empieza a dolerme todo (piernas, espalda, brazos). Necesito hacer mi rutina de ejercicios, nadar o jugar fútbol. Leyéndote caí en cuenta que estuve dos años en un gimnasio y nunca hablé con nadie.

Saludos, qué maravilla ver que estás escribiendo seguido.