domingo, 28 de abril de 2013

Cantar

No recuerda la voz de su madre. Puede evocar la textura de su pelo negro azabache, la suavidad de sus pómulos colgantes y los rasgos perfilados de su cara; sabe aún del grosor de sus manos laboriosas y de sus uñas largas. Aquellos detalles habitan en ella. Aunque su cuerpo es una extensión de la madre, no consigue adivinar su voz a través de la propia. El olvido es extraño: si hubo un cordón umbilical amable entre las dos fue el de sus voces. Antes de pisar un conservatorio y descubrir que podía interpretar Los pollitos con el registro de una soprano, ella le enseña a cantar. Antes de saber que hacer música con la voz es un juego de respiración, resonancia, emisión, colocación y apoyo, ella le enseña a hilar palabras con melodías. 

Cuando canta trata de emular la voz de su madre. Llena los pulmones de aire, lo que puede a esa edad minúscula, para hacer que las cuerdas vocales vibren. Luego activa el mecanismo motor de lengua, paladar, mejillas y labios para filtrar el sonido. No sabe que puede cantar más arriba. Tanto imitar el registro de su madre la hace desconocer la potencia de su voz. Tampoco sabe cuál es su primera palabra ni a qué edad la dijo. Recuerda, eso sí, que a los tres aprende de la madre unas muy raras; quizás las más extrañas que haya escuchado del lenguaje que apenas conoce. “Llo-ran, lloran los guaduales… porque… también tienen alma”, canta la madre. Ella repite: “gu-a-du-a-les. Gua-dua-les. Guaduales”. Imagina los guaduales como niños colgando de un árbol a la orilla de un río. Ahora la madre le enseña a “El turpial”. Ella se figura la palabra turpial como una cascada. 

Desde que nació su padre la ha arrullado con tangos. Le ha dicho con voz quebrada que todo es mentira, que nada es amor. Él la ha llamado Yira mientras acaricia su cabeza. Pero el padre desafina y no recuerda bien las letras de las canciones. Se enreda. La madre, que es paciente y de voz melodiosa, la toma de la mano cuando ya ha dejado la cuna y le enseña a cantar “Pueblito viejo”. Todos los lunes a las seis de la tarde repite la maniobra. La madre dice: “lunita consentida colgada del cielo” y ella se imagina el bombillo de un farol. Nunca ha escuchado con atención los cantos de persona alguna. Ahora tiene la edad para seguir la musicalidad de las palabras y los ojos brillantes de quien las interpreta. “Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas, por tus calles tranquilas corrió mi juventud”. No sabe qué son cuitas; las imagina como una fila de casas viejas. “Por ti aprendí a querer… por la primera vez… y nunca me enseñaste lo qu’es la ingratitud”; eso la conmueve. 

“Hoy que vuelvo a tus lares… trayendo mis cantares”. “Laaares, laaares”, repite. No puede decir “laaares”. Tampoco sabe qué significa. “Hoy que vuelvo a tus lares, trayendo mis cantares, y con el alma enferma de tanto padecer, quiero pueblito viejo morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer… tan-tan”. “Morirme”. Ha escuchado esa palabra antes. Por la cara de su madre imagina que es amargo. Por primera vez es consciente de algo como un dolor tras la palabra muerte. Seis años después ya ha estudiado piano, violín y técnica vocal. En el colegio le piden que cante para el día de la madre. Ella accede. Supone que estará bien cantar “Pueblito viejo”. Se para un domingo en la mitad del patio del colegio y saca palabras como el mago pañuelos. Ese día la madre no supervisa la maniobra; permanece en una clínica. A los cuatro meses muere de un paro respiratorio. Ya no canta más. Ella olvida su voz.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Liz una vez más me dejas sin palabras es tan bonito todo que nunca imaginé el final.
Triste y hermoso a la vez.

Saludos.

Alejandra P dijo...

Hola, hace poco empecé a leerte. Escribes muy bonito. Sentí esta historia como propia. La voz, el cordón umbilical, la infancia, la madre, mayo, la muerte...lugares conocidos también...un abrazo