domingo, 14 de abril de 2013

Miedo

Me desperté de un sobresalto. Debían ser las tres de la mañana. Debajo de la puerta se colaba una luz que prometía ser escandalosa. En alguna habitación de aquella casa a oscuras pasaba algo; y, como la realidad a veces exagera, ocurría entre la resaca del domingo y la pereza naciente del lunes: el momento de la semana en el que todo se nos presenta inmutable.

Entonces ella levantó el cuchillo y dijo: “Usted sabe que podría matarlo ahora mismo”.

“Gladys, piense. Suelte eso y deme los papeles”, respondió él. Parecía tranquilo pero vehemente.

48 horas antes, Gladys, mi mamá, se había parado de su cama, había entrado a mi cuarto y se había sentado a los pies de la mía a gemir. Se mecía de adelante hacia atrás con una mano en el pecho. La veía tan de ensueño que la duda de la realidad no me hizo temer. Luego entró la luz de las seis de la mañana por la ventana. Ella, ya desasida del espanto que la zarandeaba, se paró como si nada y se puso a hacer oficio. Pensé que me estaba volviendo loca. Después olvidé el episodio.

Me bañé con la lentitud infantil de los seis años. Pasé una hora bajo el vapor del agua hirviendo hasta que los dedos arrugados de mis manos me dijeron basta ya. Cerré la ducha y me sequé con parsimonia. Por aquellos años me poseía una gran pereza: estaba tocada por la lentitud de las cosas. Al salir del baño me aguardaba Gladys. Me regañó con una ternura inusitada. Su contundencia no lograba ser severa por lo amorosa. Que me apurara, que el gasto de agua, que quería limpiar el baño. A lo mejor la propia desidia me impedía ofenderme. Recuerdo, no sé bien por qué, su imagen de espaldas bajando por la escalera. Llevaba un saco azul rey y un vestido de plata; mi madre tenía clase hasta para brillar el piso. La atmósfera mostraba un día tranquilo y soporífero; quizás el ambiente también era más húmedo. Todo parecía urdirse con el misterio de las cosas que están por sorprender. En la tarde entraba un sol pausado por la ventana, ni insidioso ni decorativo. La casa parecía más franca y luminosa. Se sentía una paz de esas que uno nunca quiere soltar, de aquellas a las que hay que temer.

Entre el patio y la cocina, entre almuerzo y onces, mi madre habló y habló con una vocecita de santa. “Charles: quiero ir a la Embajada de Estados Unidos a reclamar lo mío. Quiero recuperarme. Quiero estar bien. Para mí sería importante saber qué pasó con mis cosas”. Mi papá, a quien ella cariñosamente llamaba Charles, dijo que la apoyaría, que le parecía bien que hablara con decisión y tranquilidad. Yo no entendía el discurso, aunque la curiosidad no me sobrepasaba. Sabía lo esencial: que mi madre había vivido en Estados Unidos, que allí se había casado y perdido a dos hijos en extrañas circunstancias, que el hombre que era su esposo estaba involucrado, que aquél le había robado y había logrado que la deportaran a Colombia. Y ya. Carecía de la mente adulta capaz de dimensionar los dramas.

Llegó la noche y la madrugada del domingo. Era día del padre. Me despertó el ruido del televisor a todo volumen; me levanté como no entendiendo ese contraste perverso de sábado a domingo. Mi madre estaba en su cuarto, metida entre las cobijas, pulsando compulsivamente los botones del control remoto. Su cara era distinta. Me pareció que tenía los ojos de aquellos que no duermen. Mi padre había huido de la sordidez confinándose en el cuarto de dibujo. Hubo llamadas, felicitaciones e invitaciones a almorzar; hubo visitas y juegos solitarios. Todo intento de abstracción fue liquidado con un “si se van, me mato”. Así la tarde nos aplastó de a pocos con la contundencia inerte de los domingos.

“Vaya me hace un agua de manzana”, dijo a las seis. Yo no sabía cómo. Bajé a la cocina, saqué un recipiente, lo llené con agua y me paralicé. Busqué el consejo de mi padre y entonces por fin su tranquilidad se vio alterada. Se comió la escalera de a dos peldaños por zancada y encaró a mi madre: "no le pida a la niña esas cosas, no se meta con ella". Gladys, envuelta en un amasijo de cobijas y sábanas, con el control del televisor en la mano pero no el de su cabeza, desató un cataclismo. Gritos, cristales rotos, cólera, miedo. Al rato bajó él con resignación. No dijo nada, sólo me acarició la cabeza. La escalera era un puente de tensión que nos separaba de un infierno que esta vez quedaba arriba. Permanecimos en el primer piso buena parte de la noche hasta que no pudimos más. Para las nueve todos habitábamos la misma cama; ahora yo era la escalera que separaba a Gladys de la diestra de Dios Padre. En la televisión Jorge Barón gritaba “eeeeentusiassmoo”. A veces lograba dormirme por segundos, pero me despertaba con la luz del Show de las estrellas golpeándome en la cara. Llegó el momento, sin embargo, en el que Gali Galeano terminaría por arrullarme en mi zozobra. Dormí largo, tal vez media hora. Me desperté en mi cama, encerrada a oscuras con mi padre.

“Su mamá me quitó la billetera y los papeles”, dijo él. A la frase se siguió una correspondencia de susurros. Después me volví a dormir.


Me despertó una luz que venía del estudio y se filtraba por el pie de la puerta de mi cuarto. No veía nada, pero imaginaba el horror: un zapato mal puesto en el pie derecho de mi madre, un cuchillo al aire y mi padre reclamando unos papeles. Nunca supe si él sintió miedo, si creyó que iba a morir acuchillado como banquete de la prensa judicial. Pero yo sí sentí un temor irrefrenable. Gladys era maniaco-depresiva: tomaba a diario más de ocho medicamentos para su cabeza; cada tres meses pasaba otros tres encerrada en un psiquiátrico; estaba dos meses bien y luego dos meses mal. Su enfermedad no tenía cura. Para aquella época ya habíamos soportado muchas crisis; uno nunca se acostumbra, aunque se resigna. Pero el mayor temor lo sentí ese día: por primera vez ella empuñaba un cuchillo para matar a mi padre. Sólo muchos años después volvería a sentir un miedo equiparable cuando mi mejor amiga habría de repetir la escena con la intención de hacer de su cumpleaños una carnicería.

De tanto luchar Gladys se resignó. Con la naturalidad pasmosa de los milagros, dejó el cuchillo sobre la mesa. Después vino la eternidad del delirio, el querer salir a la calle envuelta en sábanas. A las ocho de la mañana del lunes, ella ya no estaba en casa; se la habían llevado al psiquiátrico. Abandoné por fin el encierro de mi cuarto, caminé descalza por entre una escenografía de posguerra y salí al patio. Di vueltas y me senté con una quietud zen para la que entonces no necesitaba técnicas. Permanecí allí mucho tiempo hasta que el sol se mostró con ternura. El miedo se decantó entre la luz dulce que entraba por las ventanas y la imaginación puesta en mi padre y mi hermano reconstruyendo la casa.

Dice Silvina Ocampo: “lo único que sabemos es lo que nos sorprende: que todo pasa, como si no hubiera pasado”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te leo y no puedo decir nada.

Bueno, sí. Que te admiro profundamente Liz.

Abrazos.