jueves, 25 de abril de 2013

Roma



Lasciate ogne speranza voi ch’entrate*.
Dante Alighieri, La Divina comedia


Salió de casa en Via Conte verde, llegó a la esquina de Via Cairoli y bajó hasta Via Emanuele Filiberto. Giró a la izquierda, atravesó Via Bixio y se plantó por fin en el paradero de Viale Manzoni. Era uno de esos días de atmósfera ambigua en los que el sol de finales del verano hace del cielo un lugar más misterioso: nubes y sol conviven en lo alto en completa anarquía, e incluso la ventisca parece más gentil. Su única compañía en la estación era una mujer rubia y lánguida, toda vestida de negro, que caminaba de un lado a otro con un temblor irrefrenable. Notó que su impaciencia venía de adentro y no del entorno. No era la espera del bus la que la hacía temblar; había algo en su brazo que la zarandeaba a su acomodo. Su cadera también parecía desencajada. Sus piernas en extremo delgadas no lograban coincidir con el resto de su cuerpo. 

Llegó el bus. Escogieron entradas distintas. Se sentó atrás para no perder de vista a la mujer que peleaba con su brazo. Luego fue su cara la que empezó a cambiar mientras balbuceaba un discurso para sí. En aquél cuerpo tenía lugar una batalla a la que ella asistía atada a una silla de autobús. Justo después de girar por Colosseo, un sobresalto colectivo cortó de tajo su curiosidad. Vio cómo varios, con una sincronía espontánea, dejaban su silla ante la amenaza de los controladores. Ninguno de aquellos pasajeros tenía tiquete; ella tampoco. Salió de la inercia y siguió a la masa de infractores. Al tiempo que los controladores ingresaban, ella y los demás abandonaron el vehículo. Puso un pie sobre la acera dejando atrás la seguridad del bus y el mundo conocido. Aunque fueron varios los que emprendieron la huida, le pareció que los demás se habían esfumado. El paradero estaba desierto. El estado de alerta que la tenía a salvo no la dejó esperar otro autobús. Atrás -o adelante- había quedado una mujer temblorosa que jamás volvería a ver. Pero ninguna criatura pasa sin dejar un presagio.

Se echó a andar mirando al piso con el convencimiento de la que sabe su camino. Infinidad de veces había cruzado por allí en el autobús, así que sintió la seguridad de seguir la ruta con sus pies. Roma engaña con sutileza y muestra con falsa familiaridad las calles a menudo visitadas. El árbol tantas veces visto nos llama: “por aquí, soy la señal del giro a la derecha”; y justo cuando se ha cedido a la seducción de su guía, nos lleva a rincones que se exploran con la intuición y no con la memoria. Entonces se descubre que aquello conocido ya no está. Alzó la mirada y vio de frente una pirámide avasalladora. Llevaba meses merodeando sin saber: la había atravesado por debajo metida en un vagón de tren; había pasado una y otra vez por su lado desde la lejanía del autobús. Trayectos de ida y regreso, de día y de noche, en los que nunca advirtió su presencia ahora contundente. La midió gigante desde ahí abajo; quizás más grande de lo que era. Por un engaño óptico la punta simulaba tocar el cielo. Pensó que aquella pirámide terminaría por devorarla; sintió el miedo de quien llama a las puertas de la Torre de Babel. Quiso correr pero la impresión del encuentro con las cosas de otros tiempos la paralizó. Se sacudió del letargo y caminó tan rápido como pudo. Ante ella se presentó un parque gigante, o eso pensó que era. Se internó por entre árboles y prados que escondían ángeles de mármol. Estaba en el cementerio protestante. Comenzó una carrera que la lanzó a una calle que parecía de ensueño; necesitaba escabullirse de la enemistad de las cosas. Pero ya entonces y allí era una figura desplazada, cuidadosamente cortada con tijeras y pegada en el fotomontaje que no correspondía. Nunca antes había visto esa calle en Roma, y nunca más la volvería a ver. Por un momento sintió que los pocos transeúntes asistían a propósito a su ritual de angustias.

Siguió caminando a la espera de un golpe, uno cualquiera, así no fuese de suerte. Reconoció de a pocos las edificaciones obreras del barrio Testaccio, que le despertaron una curiosidad que relegaba al miedo. La intuición de lo familiar la relajó aunque no dejó de sorprenderla. Había cruzado por allí unas pocas veces -siempre de noche- en busca del ruido de los latinos y sus discotecas, pero nunca había detallado sus calles. Testaccio le pareció ahí mismo una isla anclada en la Italia fascista. De cada edificio se desprendía el espíritu de la resistencia obrera: la vida humilde, el hacinamiento, la grasa pegada en las paredes. A lo lejos divisó el Lungotevere como promesa de lo conocido. Roma le preparaba una escenografía de abandono que sin embargo no encajaba con la ciudad de las ruinas. Se acercó al Tevere en cuyas orillas solía leer; pero se topó, en cambio, con un río menos apacible invadido por la maleza. Cruzó un puente de metal tan distinto a los elaborados puentes de piedra del Lungotevere; vio el río cuesta abajo y recordó las veces en que quiso lanzarse con mansa convicción suicida. Sintió el miedo de ceder al engaño de morir sin más sobresaltos que los del choque con el agua. Pensó en su contacto y en el pataleo desesperado del que no deja al entrar toda esperanza.

Avanzó por calles y edificios todos empapelados, cuyos nombres no revelaban nada: Via Antonio Pacinotti, Piazza della Radio, Via Ettore Rolli; ninguna parecía ser una pista del fin. Se prometió seguir sin titubeos por la vía que se le plantaba por delante, pues cualquier giro sería una puerta a un laberinto mayor. Sabía secretamente que llegaría el momento en que tendría que girar; y la prueba de su convicción no tardó en aparecer: en la mitad de esa calle larga había una muralla infranqueable de cuatro túneles. Su cabeza ordenó seguir; alguna parte de ella confiaba todavía en que lo vivido era solo una jugarreta nocturna. Ingresó al túnel de la izquierda y se dejó invadir por la penumbra. Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura**. Los carros pasaban y dejaban de soslayo un viento frío. Debía parecer un alma en pena queriendo salir del limbo. El trayecto no era largo, aunque la maniobra le pareció eterna. Cruzó el umbral del mundo de las sombras y de inmediato vio una escalera. Llamada por el impulso dantesco de la redención tras el ascenso, siguió los peldaños uno a uno hasta la cima. En lo alto halló el reverso de la historia: estaba justo enfrente de la Estación Trastevere, última parada del autobús que había dejado.

Dante, el fiorentino, dibujó en La Divina Comedia un infierno muy romano: círculos concéntricos con personajes de libro de historia y criaturas inverosímiles al servicio de la taxonomía del pecado. Se lee en las puertas del infierno: “es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y el lugar donde sufre la raza condenada, yo fui creado por el poder divino, la suprema sabiduría y el primer amor”. De la estación A a la estación B hay quince minutos en bus; pero entre A y B hay puertas que se abren, árboles que invitan, pasadizos y retornos. En Roma nunca avanzamos, sólo nos hundimos en arenas movedizas.


——
*Dejad, vosotros los que entráis, toda esperanza.
**“En medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura”, escribe Dante en el primer verso de la Divina Comedia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué buen paseo por Roma me diste.
Algo que nunca superaré de Roma es que uno nunca está preparado para lo que puede encontrar al girar en una calle cualquiera.
Soy un orgulloso miembro del cliché que se enamoró de Roma.

Esta frase es genialidad pura: "Pero ninguna criatura pasa sin dejar un presagio."

A propósito de la mujer que libraba una batalla en su interior, me acordé una vez que en una buseta vi a una mujer hablar con un compañero de silla invisible. Le cantó canciones (las que sonaban en R U M B A); al bajarse le cedió el paso y dejó pasar a su amigo.

Saludos.