lunes, 6 de mayo de 2013




Me encontraron hoy. Me sacaron del calor de mi estante y me trataron de acomodar con mis formas juveniles. La luz era definitiva, no como los hilos intermitentes que entraban cuando abrían o cerraban el armario. La verdad es que estuve mucho tiempo entre una caja de herramientas y una camiseta roja, fría y sin usar. A veces un hombre sacaba la caja, hurgaba ahí adentro y la regresaba a su lugar. El respiro era efímero. La mujer que me encontró es la misma que he visto desnuda cada mañana, revolcando telas con flores sin saber bien qué elegir. También la he visto esconder bolsos y ropa que ya no usa en la cima de este edificio de cajones. Esa mujer ha crecido; se parece mucho a mi ama. La última vez que mis tejidos rozaron su pelo el suelo parecía más cercano. Sentía también que su cabeza era más amable y se acomodaba a mi horma sin hacerme estallar. Ahora la mujer me enrolla y me dobla por todas partes. Me invade el dolor del que ha pasado la noche mal acomodado. 

Antes de llegar a la oscuridad de este armario era un brillante sombrero de paja colgado en una puerta. Mis tejidos eran finos y mis formas definidas. Me gustaba el vértigo de pasar de cabeza en cabeza a distintas alturas. Un día me amarraron una cinta amarilla a la cintura. El detalle no me disgustó; supuse que me esperaba algo importante. Fueron las manos laboriosas de mi ama las que me ataron la cinta y me acomodaron un moño. Luego me soltaron en la cabeza de una niña... sí, la misma de la mujer que hoy trata de repetir la maniobra frente a un espejo. El pelo de la niña era liso y débil, muy parecido al que tiene ahora. Mi ama, por su parte, tenía una cabellera gruesa y larga. Sus hilos azabache me agarraban con fuerza y me dejaban inmóvil. La niña, en cambio, me llevaba como a un objeto enclenque. 

Por esos días me sacaron de esta casa. El hombre de la caja de herramientas cargaba a la niña que a su vez cargaba conmigo. Yo en su cabeza, ella en sus brazos, él sobre sus pies. Así andamos abrazados a la seguridad del otro. Durante el camino el viento amenazó con hacerme volar. Cuando el hombre soltó a la niña y la puso sobre el suelo, fuimos ella y yo y nuestras inseguridades. Recuerdo el ladeo de su cabeza y el movimiento torpe de sus zapatos blancos: de-re-cho a-de-lan-te... ahora el iz-quier-do. Todo eso me mareaba. Después de ver la luz y sentir el viento, la niña y yo fuimos dejados en el encierro de un enorme salón. Por la ventana se veía al hombre de las herramientas cada vez más lejos; ahora el mundo era un bazar de niños y sombreros. De repente me empecé a sofocar. Acostumbrado a la paz de lo alto de mi puerta, no lograba soportar la algarabía. Pronto sentí que la suave cabeza de la niña se transformaba en una caldera. Ella y yo éramos un solo amasijo de pelo sudoroso y paja. Luego una mujer nos levantó y nos plantó en el centro del salón. La niña cantaba y aplaudía; otros pies pequeños la acompañaban. El piso rojo brillaba y se movía.

Al regresar a casa fui confinado al armario. Desde allí vi la oscuridad del día que empezó a parecerse a la oscuridad de la noche. Permanecí oculto, intuyendo apenas los cambios del armario y la casa y quienes la habitaban. Una parte de mí logró observar con sigilo, por todos esos años, al hombre de la caja de herramientas y a la mujer que de niña él cargaba. No volví a ver a mi ama, pero sí a una niña que crecía y se transformaba en ella; vi cómo los espacios del armario que ocupaban sus objetos, ahora eran dominio de una mujer nueva. 

Esta mañana, cuando la mujer abrió la puerta del armario parecía buscar otra cosa. Sus manos lo movieron todo aquí y allá como negándose a la pérdida de eso que buscaban. El tacto escapaba a la resignación aunque no a la impaciencia. Entonces sentí cómo algo que me oprimía se levantaba y me empujaba al suelo. Entre sombras la vi a ella. La mujer me tomó con dulzura y asombro. Sus manos me tocaron con extrañeza y me doblaron sin contemplaciones. Sentí el dolor de la falta de costumbre; había tomado la forma de un sobre. Cuando mis tejidos comenzaron a ceder la mujer me acomodó a su cabeza y se miró al espejo. Por un momento pensé que era mi ama.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué genialidad que lo hayas narrado desde el punto de vista del sombrero. Me quito el ídem.

¿Hay testimonio gráfico actual?

Saludos.

Lizeth dijo...

Pues mira que intenté tomar una foto el domingo pero ninguna imagen me gustó. A ver si lo logro pronto y te hago llegar el regalito junto a un paquete de noticias hilarantes sobre sombreros :P.