domingo, 17 de marzo de 2013

Saltar

Una cuerda reposa sobre el piso. Simula ser una serpiente enroscada. Una mano se apodera de la cabeza mientras otra se ocupa de la cola. La serpiente que es la cuerda se espabila y se tensiona. Las manos que dominan los extremos se acompasan. La cuerda que parece una serpiente cobra vida. La serpiente hecha de cuerda me llama en el vaivén. Justo cuando se aleja entro al juego que propone. La cuerda toca el piso. Tac tac tac. Pego un brinco en cada choque y esquivo a la serpiente.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, ¡candela!

Un brinco por cada número, un segundo por cada brinco. Primero de frente, luego de espaldas; a los diez de lado, a los veinte del otro. La serpiente se calma de repente. Yo aprovecho para girar. Uno, dos, tres, voy girando; cinco, seis, siete, ocho, con las manecillas del reloj; nueve, diez, candela, como un trompo; tactactactactac, cierro los ojos.

Las manos de los extremos se van cansando. “Ya no puedo más”, grita la dueña de la mano que domina la cabeza. La que sostiene la cola se ayuda con las dos. Intercalo los pies mientras vuelve a bajar el ritmo. Finalmente uno de los extremos cede.

Respiro agitada. Tengo las medias del uniforme por el piso.

“Mucha dura”, exclama alguien que observa.

Soy muy buena para algo que no se aprende ni se enseña. Si un talento debo reconocer en mí es ése de saltar la cuerda. La primera vez que tuve un lazo en mis manos yo tenía cuatro años. Mi papá, motivado por la intuición del Dios de la parábola de los talentos, me compró una pequeña cuerda verde con dos agarraderas de plástico que parecían, más bien, un par de maracas. Se me ocurrió tomar con naturalidad el regalo y saltar como bien pude. A la semana sabía intercalar los pies y saltar hacia atrás. A los quince días hacía los ocho ochos. Al mes aquel lazo de hilo me quedaría corto para tanta velocidad.


Pero el don de esquivar el paso de una cuerda entraña un misterio. Tengo un par de pies semiplanos. Cuando camino tuerzo el pie derecho. A veces sospecho que tengo una pierna más larga. Me doblo con frecuencia el tobillo izquierdo. Aprendí a pegar zancadas sostenida en un par de tacones. Soy torpe bajando escaleras. Sólo me dan calambres en los pies. Soy hábil bailando samba; nunca pude con la capoeira. Una amiga dice que tengo los dedos de los pies tan largos como los de las manos. Calzo 39 aunque la apariencia muestre un pie pequeño. No sé a qué edad aprendí a caminar. Me cuesta andar con rapidez. Corro como un pequeño pony. En fin, tengo un par de pies que se comportan de manera extraña: se doblan, se tuercen, parecen de goma; pero con ellos salto lazo como Rocky Balboa.


Dice Truman Capote en el prefacio de Música para Camaleones que cuando Dios te da un don también te da un látigo y que ese látigo es solamente para autoflagelarse. No sé si tenga más talentos: desconfío de mi capacidad para escribir y de lo que tocan mis dedos en el piano. A veces me comporto como una serpiente que se muerde la cola. Pero me fue concedido el don de mover los pies al compás de una cuerda que también sirve de látigo; uno que me libera de las autoflagelaciones de aquellos dones que creo no tener.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué historia tan bacana y tan bien contada.
Por un momento me vi de ocho años en el garaje de mi casa en mi etapa de saltar lazo para sacar físico y ganarle corriendo a todos.

Me gustaría mucho ver tu talento para brincar la cuerda. Y a propósito de mi primera frase y una pregunta que dejas ahí flotando, sí mona, sí tienes más talentos. Escribir es uno de ellos. Hablo por mí, como siempre, como todos, y si no escribieras tan bien, no sería cliente fiel.

Saludos.


Lizeth dijo...

Hey, su mercé, muchas gracias por los cumplidos. Si quieres bajo el lazo para nuestro próximo encuentro casual.