martes, 14 de mayo de 2013

Euforia

Dice Vila Matas que no todas las personas que bajan al metro vuelven a la superficie. Parte de un rumor, claro; pero uno que en el fondo sugiere que aquellos que descienden al metro no son los mismos que regresan. Cuatro días antes de saltar a la carrilera del metro en el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde, llego a la misma estación con el loop de un tango en la cabeza y el sabor del vino aún en la boca. “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, ¿viste?". Entre la mezcla rara del penúltimo linyera y el primer polizonte del viaje a Venus aguardo el tren. Veo cómo se asoma por el túnel que lo envuelve; viene tan rápido… "Los semáforos me dan tres luces celestes", dice el tango; el tren también me da las suyas. Siento una euforia nunca experimentada. ¿Y si saltara? Lanzarse al abismo, a un metro o a un río implica ir al encuentro de algo. El pavimento, el tren, el agua: materias esenciales para choques necesarios. No cedo a la traición de la euforia. El tren llega, abre sus puertas y cruzo la línea amarilla sin el peligro de la caída. Una estación después estoy en Manzoni. Vuelvo a la superficie como si nada, pero la euforia y el metro ya han hecho lo suyo de forma soterrada. 

En el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde del jueves 13 de noviembre salto a la carrilera del metro de Re di Roma. No me acompaña la euforia, aunque sí el hastío o un sin sentido propio de lo subterráneo. También -todo hay que decirlo- me invade la sorpresa de quien, ante lo que parecía una broma con exceso de dramatismo, me ha tomado en serio. Esa misma tarde Carmine Soprano se ha comido el cuento de que me quiero suicidar. Hemos almorzado pasta con salsa napolitana de conserva junto a la francesa con la que comparte piso. Luego hemos tomado un espresso y nos hemos encerrado en su cuarto a hablar. Cada uno ha tomado una silla junto a la mesa de la luz. Tengo los pies fríos y los zapatos mojados; el peso del agua cae por las botas del pantalón. 

Antes de tomar el autobús hasta la casa de Carmine Soprano he visitado la Feltrinelli de Largo Argentina. He tomado prestado, como todos los días, Parigi non finisce mai (Paris no se acaba nunca) de Enrique Vila Matas. He simulado que el libro es mío, he subido hasta el café de la librería y he justificado el abuso de la lectura con un capuccino de un euro con veinte centavos. Ese día, sin embargo, llego a la última página. Se acaba París no se acaba nunca. Un raro sentimiento de negación al abandono se transforma en capricho: compro el libro cuando ya lo he terminado y con ello desafío la propia economía. Salgo. En mi maleta reposa un libro nuevo que ya no hay que leer. Caen algunas pocas gotas mientras espero el autobús. El autobús llega, me subo y comienza una lluvia que más parece bogotana. Me quedo en Piazza Re di Roma bajo el amparo de un pequeño paraguas. Camino hasta Via Cesaria 4 donde vive Carmine Soprano. 

Sentados en nuestras respectivas sillas Carmine Soprano me ofrece un par de medias. Yo me niego por un asomo de estética más que de vergüenza. Me pide que me quite los zapatos, pero ahí sí la vergüenza no me deja. Carmine Soprano me ha visto desnuda pero no con los pies mojados. Vuelvo a negarme. Me pide que hablemos como intuyendo que hay algo importante por hablar. Me pregunta cómo estoy y yo respondo con la sinceridad de mi euforia emparamada. Le cuento que Paris no se acaba nunca se me ha acabado y que he comprado el libro con algo de manía. Le hablo del Vila Matas del libro: el joven que amargaba a los amigos con la idea recurrente de la muerte, sólo por ser un poco gris, bohême y situazionista. Yo también me reconozco en esa idea, le digo. Carmine Soprano parece sorprenderse. Le confieso mi morbo cínico por la muerte sólo por parecer una tragedia ambulante. Río con falsedad. Él parece advertir eso que se escapa con la risa. Le hablo del domingo y del metro y de la euforia y en sus preguntas descubro el reverso de aquél sentimiento: el miedo. 

Mi hastío adolescente por la vida siempre se había perdido entre el hastío general: ¿o qué es un suicida en una edad de suicidas? Y si no hubiese sido por la credulidad de Carmine Soprano, habría terminado por lanzarme a las líneas imaginarias y a los trenes metafísicos. Llevaba cuatro días jugando con la idea de saltar a la carrilera del tren y lo hacía porque sabía que nunca me lanzaría y porque nadie allí en la superficie pensaba que podía hacerlo en serio. Pero Carmine Soprano me creyó. Nos despedimos con una solemnidad que me parece excesiva. Siento en él una súplica y la responsabilidad de justificarla más que de responder a ella. Tomo mi sombrilla que aún escurre agua y me monto en el ascensor. Con la premonición del Dante del Inferno y del Borges del Aleph, comienzo mi primer descenso. 

Bajo los cuatro pisos que separan el apartamento de Carmine Soprano del pavimento mojado de Via Cesaria. Tengo ganas de volver, pero el temor de parecer vulnerable e infantil me refrenan. Empiezo a creer en mí, tanto como él, y cuando me doy cuenta no sé qué hacer con ello. Entro a la estación con calma y a la vez con urgencia porque allá afuera llueve que da miedo. Dejo escurrir las gotas que me bajan desde la cabeza y paso el tiquete por la registradora. Dilato cada movimiento como si fuese el último: el agua me hace torpe y tengo la parsimonia propia de la indecisión. Tomo las escaleras en sentido Battistini. Me miro los zapatos húmedos, las hormas de cuero duro y marrón de mi acompañante de escalón y las rayitas repetidas de la escalera eléctrica. Veo las luces del túnel final que mi miopía difumina y la grasa pegada a las paredes que deja el vapor de los trenes a su paso. 

Elijo una silla por 30 minutos. Sentada veo trenes que llegan, puertas que se abren, gente que sale, gente que entra, puertas que se cierran, trenes que se van. Durante esos treinta minutos llegan cinco trenes, tal vez seis. Un pequeño tablero electrónico muestra en luces amarillas que son las 6:27 de la tarde. Me digo que es hora de irme a casa. Me levanto de la silla dudosa de elegir el próximo tren pero segura de alguna otra cosa. Sin embargo aún es demasiado temprano para saberlo. Entre los segundos 15 y 38 del minuto 27 de las seis de la tarde camino junto a la línea amarilla. Vuelvo al tablero electrónico que señala la hora. Veo un 6 y un 27 que se sobreponen y de los que se desprenden ráfagas de luz. Sin pensar, sin euforia, con credulidad o sin sentido, salto a la carrilera del metro en el segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde. Un policía me salva. Yo me echo a correr. 

Tal vez en la estación perdí mi sombrilla. Al volver a la superficie, el agua, la oscuridad y la miopía prolongan la falta de orientación. Corro sin temor a resbalar. Los pulmones se inflan y botan un aire húmedo por la boca. Pronto siento una presión en el pecho y el corazón acelerado. La velocidad y quizás la lluvia me hacen ignorar que lloro. Me duele la garganta. Un nudo seco me ahoga. Corro por inercia sin necesidad de mapas y vistas a los nombres de las calles. No siento frío, aunque tiemblo. Corro por quince, veinte, treinta minutos. Corro por una cantidad infinita de minutos que en un plano cartesiano pretenden alejarme del segundo 40 del minuto 27 de las seis de la tarde. En alguno de esos minutos me detengo. Estoy en Via Conte Verde 66, justo en frente de mi casa. Abro la puerta, camino al ascensor. Me encierro en esa cajita que sube y sube por una cantidad infinita de pisos que en el eje vertical de un plano cartesiano pretende alejarme de la estación de metro Re di Roma. Salgo del ascensor. Meto la llave en la cerradura y ésta gira sin resistencia. Entro y me desplomo en llanto como una recién nacida. 

He tocado fondo, uno literal. En el computador me espera un mensaje de mi padre: algo sobre el valor y la mesura de los impulsos. No entiendo cómo él, que no es madre ni tiene sexto sentido, puede escribir algo tan justo. La euforia ahora es miedo de haber sido capaz. De nuevo, como el Borges del Aleph, "temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver". Pasa una hora, quizás más. La llave de mis tíos entra en la cerradura y el timbre anuncia su presencia. Me limpio las lágrimas y saludo. En la cocina compartimos un pedazo de pizza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Liz, estás alcanzando un nivel de escritura muy bravo, aplausos por eso.
Leí toda la entrada de un tirón casi como si corriera a tu lado y con la misma sensación de miedo de Carmine. Me impresiona mucho el final, el mensaje que esperaba ahí a ser leído. Me encantan esas casualidades y por supuesto no creo que sean casualidades.

Confieso que alguna vez pensé cosas similares. Solo que pensar en buses o transmilenios me amargaban, aun más, el rato y terminaban por ahuyentar esas ideas.

Saludos, abrazos.

Lizeth dijo...

Danilo,
¡Muchas gracias por el/los comentarios! Me alegra mucho que se note el avance con estos ejercicios a los que me estoy dedicando cada semana.

Estoy segura de que los metros y su aire subterráneo son propicios para ese tipo de ideas... nunca se me ha ocurrido algo similar con Transmilenio, aunque confieso que a una cierta edad muy juvenil pasaba las calles con los ojos cerrados. Pero ajá... eso de morir aplastado por un Transmilenio es tan poco estético que yo también abandonaría la idea de inmediato :P.

Abrazo de regreso y gracias por la constancia.