lunes, 1 de septiembre de 2014

Carta imaginaria para Z

Z,

Hay algo que tienes que saber: por aquellos años de infancia en que fuiste mi mejor amiga pensé que tu padre era el padre de mi hermano. Y cuando digo que en mi imaginación tú y mi hermano compartían padre no insinúo simplemente que el tuyo fuese un hombre de familia -de dos, para ser exactos-. No, es mucho peor. Entre los seis y los ocho años creí que tu padre era el mismo gringo de genética caleña que se casó con mi mamá en Estados Unidos, que ahogó a uno de sus hijos, que robó a mi madre todo cuanto tenía y que hizo que la deportaran a Colombia con algunos meses de embarazo.

No recuerdo bien cómo nos conocimos. Tal vez fue durante las clases de matemáticas en las que salíamos al patio a hacer escalas. Sé que te ayudé con algunas. Me gustaba construir aquellos edificios de números que crecían y decrecían como pirámides. Te acercaste, entonces, bajo el sol de las once de la mañana. Tenías el pelo lleno de rizos apretados, los ojos verdes y la boca gruesa como la de un pez. Quizás ese detalle te hacía menos bonita, aunque nunca me lo pareciste. ‘Labios de negra’ te llamaban. Mientras bromeaban con tu boca, a mí me preguntaban por el lunar del codo derecho. A lo mejor ahí creció una complicidad: tus labios de negra con mi lunar del color de los negros. Era una hermandad silenciosa. También me recordabas a Katherin, mi amiga del jardín. Tenían el mismo pelo de rizos apretados y los ojos del mismo verde opaco. Katherin no tenía labios de negra y era sorda. Ella era una Z que hablaba otro idioma y que en el silencio me enseñó a hacer aviones de papel. Ayudarte a hacer escalas bajo el sol de las once de la mañana era una forma de perpetuar la amistad con Katherin. Desde entonces fuiste fantasma. 

Sólo un año después hablamos en serio; quiero decir, como amigas. Tal vez ocupamos el mismo puesto en el salón y fue inevitable pedir un borrador prestado. Lo siguiente fue compartir la ruta y hacer tareas en tu casa. Entonces conocí a tu familia, a tu madre y a tu hermano. Sabía que tenías un padre y que ese padre vivía lejos. De repente dejabas en el aire algún nombre y un destino: George, Estados Unidos. Pero entonces no tenía cómo sospechar. Todo se fue urdiendo con la lentitud de las coincidencias. Un día te fuiste de viaje a Cali con tu familia paterna. Supe así que tus padres estaban separados por la geografía aunque no por el sentimiento. Seguían siendo una familia de algún modo; una un poco más convencional que la mía. Nunca hablamos de mi madre, ¿verdad? No sabías nada de mí: nunca fuiste a mi casa, ni viste a mi padre. Nunca asistimos a la solemnidad de las presentaciones: papá ella es Z; Z él es mi papá. Mamá, ella es mi mejor amiga; Z, ella es mi mamá. Una vez te hablé de mi hermano, eso fue todo. Mientras tu mamá hablaba al teléfono con tu padre, la mía permanecía en una clínica psiquiátrica hablando del de mi hermano. No sé si luego mi imaginación fue lejos; al menos la historia tenía la ironía ruin de las cosas de la vida.

Uno de esos días en tu casa vi en el corredor del apartamento una foto de toda la familia. Vi a tu padre y en él la cara del padre de mi hermano. Vi sus ojos grandes y oscuros, su piel lechosa y el pelo grueso, largo y ondulado. Había un detalle en la mirada, un asomo de algo por salir. Pensé en los álbumes de mamá y en su acompañante. Entré al baño, me miré al espejo y fijé en mi memoria los ojos de tu padre. Mi cabeza empató las imágenes; en ellas todo coincidía. ¿Me estaría volviendo loca? Confieso que jugar a la espía me llenaba de emoción en el pecho. No parecía asistir a una coincidencia macabra, sino a una historia para mi entretenimiento infantil. “¡Vamos a armar este rompecabezas!”, me repetía excitada. Y así me fui a casa: con la cara de tu padre a un lado y la del padre de mi hermano al otro; parecían los ladrones junto al Jesús crucificado. Fui capaz de ver a mi madre sin soltar una palabra. Me guardaría la adrenalina de la posibilidad hasta la confirmación. Esa noche me dormí con la sospecha en la mente. Todavía era eso y nada más. Tuve que esperar a la mañana siguiente para tener una revelación. Llegamos al salón, nos sentamos y la Hermana Edelmira comenzó a llamar a lista. De la A a la Z, del 1 al 45. Nombres y apellidos que no decían nada. A veces esos nombres y apellidos coincidían de forma arbitraria. No era mi caso. En tercero de primaria no había más Lizeth que esta Lizeth, ni más León que esta León. También tú eras la única Z y la única Ruiz. Ruiz, Z: ¡presente! Ruiz, Z. eras tú. Ruiz, R. mi hermano. 

Una monja leyendo nombres y apellidos dejó un cabo suelto, una sutileza obvia que sólo se hizo evidente con el llamado. Tú y mi hermano compartían el mismo apellido. Después del llamado a lista vino la oración de la mañana. En el nombre del padre, en el nombre del hijo, del Espíritu Santo, amén. En el nombre del padre… George Ruiz y George Ruiz. ¿Dos personas distintas y un solo Dios verdadero? Parecía demasiado. George Ruiz de familia caleña, de madre norteamericana, residente en Estados Unidos. No me lo podía creer. Lo pensé y temblé. Seguramente trataste de llamar mi atención varias veces, quizás te resulté particularmente distraída. Todo el día y toda la noche contemplé la posibilidad de que fueras hermana de mi hermano; de que nos uniese algo más que los labios de negra y el codo de negra y las escalas y el borrador. Te pensé como una hermana, una un poco más real. Nunca medí el sufrimiento si eso llegaba a ser cierto. 

Alguna vez quise preguntar por tu padre; más datos, más pistas que pudieran terminar de tender ese puente inverosímil. Pasé muchas tardes en tu casa pretendiendo aquella fotografía. Una imagen perdida en un corredor de un apartamento en una cadena de apartamentos. Tantos posibles lugares en el mundo para hallar un fotograba de ese tipo y lo vine a encontrar en tu casa. La última vez que te vi como una amiga se cruzaron nuestras familias. Fue un 7 de diciembre, día de nuestra primera comunión. Tú llevabas un vestido de encaje blanco y los rizos apretados peinados a fuerza. Te habían pasado algo como una aplanadora por la cabeza. Yo llevaba un vestido ancho y un racimo de lirios. Sentí tu envidia cuando el sacerdote notó que mi corona tenía tres perlas colgantes en la frente. La tuya tenía una, como las de cualquier cristiana. Aquel sentimiento humano parecía la antesala de nuestra despedida. No coincidimos en la fila de la eucaristía. Tomaste la comunión primero por algún azar ceremonioso. A la salida nos vimos de frente. Apenas nos saludamos. Viste a lo lejos a mi madre y yo vi de lejos a la tuya. Te fuiste en compañía de tu hermano y yo en compañía del mío. Tu padre no estuvo. Soñé con su presencia.

Al año siguiente nos separamos por una decisión. Tú pasabas a cuarto y yo tenía la opción de saltar ese año y entrar a quinto. Acepté sin consultarlo contigo. Tal vez te llamé para darte la noticia; tú fuiste parca ante el suceso. No volviste a invitarme a tu casa en esas vacaciones. El primer día de clases lejos de ti fue difícil. Te extrañé de algún modo. Anhelé la familiaridad de nuestros encuentros. Ahora yo estudiaba en la mañana y tú en la tarde. Sólo tendríamos el chance de cruzarnos unos minutos entre el cambio de jornadas. Ese día te busqué, no sé si lo recuerdas. Te vi a lo lejos en el patio y corrí a saludarte. No fuiste capaz de mirarme a los ojos; me saludaste con el desdén de las personas de paso. Ese día entendí que nada concreto nos unía, ni siquiera la imaginación de las coincidencias. Quise abandonar todas mis hipótesis. A lo mejor merecías la imagen feliz de tu padre y yo la tranquilidad de los que no sospechan. 

Los humanos nos afectamos de formas muy extrañas: olvidé al instante mi propio novelón mexicano, pero no la decepción de tu indiferencia. No sé, Z, si estaba en lo cierto. Creo que no. Por esos años me gustaba pensar demás y es probable que haya cedido al perverso encanto del que descubre un secreto. Ya no sabremos si mis delirios de infancia eran sólo eso. No importa. Te veo a ti, Z, como un punto lejano en el continuo espacio-tiempo. Te escribo esta carta, Z, y te saludo con la mansa convicción del desencuentro. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué gran historia, Liz.
Yo soy lector fiel de Auster, entonces creo que sí era.

Saludos y abrazos.

knil dijo...

Genial entrada, hace recordar a las coincidencias propias de la infancia y la complicidad de las miradas, únicos elementos para alimentar teorías.

¡Ahh! Buena cosa sería constatar todas estas teorías con los personajes de hace tanto.