domingo, 7 de abril de 2013

Lapsus brutus

Un día a los cuatro años leí en voz alta para un pequeño público familiar un fragmento de la Enciclopedia Ilustrada del Mundo Natural. En algún punto paré y dudé. Leí “pulpito” donde decía “púlpito”. Mi papá entre carcajadas gritó: “púlpito, no pulpito”. Por alguna razón todos recordamos el hecho que aparece en una que otra reunión. El episodio nunca me avergonzó; me parecía un mero error infantil. Aparte de eso no tengo más metidas de pata. O bueno, sí, una más.

La vergüenza que desde muy pequeña sentí por las imprudencias de mi padre cultivaron en mí el gusto por la reserva y el silencio. Necesitaba seguridad para hablar, una muy particular: confianza en el contenido más que en mí misma. Temía a esos momentos de mente en blanco y dicción mecánica, en los que uno se siente como la Señorita Guainía cuando dice “I’m feliciting de estar en Cartagening Hilton”, mientras lanza una mirada vacía al horizonte. La mezcla de pavor, prudencia y timidez formaron un cóctel útil: como sólo hablaba cuando estaba muy segura de lo que iba a decir, casi nunca trastabillaba. Tenía, además, una virtud natural para construir argumentos y comentarios graciosos con rapidez. Fortalecida en mis trincheras me acostumbré a hablar, sobre todo en público. En el colegio me delegaban toda suerte de discursos, parlamentos y poemas. Parecía asertiva; tenía el arrojo adolescente del revolucionario de plaza pública. 

A los doce años me hallé en un mismo salón del colegio con todos los novenos, los directores de curso, la profesora de religión y las coordinadoras académica y de disciplina. Nos enfrentaba algún asunto banal, como todo en esa época, aunque por entonces seguro parecía importante. A esa edad me había batido ya en distintos escenarios: aparte de las izadas de bandera y vía crucis del colegio salesiano en el que crecí, encabezaba marchas y mítines de las Juventudes Comunistas. Alentaba en mi pequeñez a masas de jóvenes, tan perdidos como yo, con arengas como “Usa nos usa” y “Alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”.

Pedí la palabra. Hilé un discurso sólido y beligerante sobre el tema en cuestión, pero en una fracción de segundo hubo una falla en aquella misteriosa conexión entre pensamiento y discurso, que entretiene por igual a neurólogos y filósofos del lenguaje. En mi cabeza apareció la palabra suposición: “no podemos basarnos más en suposiciones”, pensé. Pero en el tramo que va del córtex proyectando las fibras nerviosas al hipotálamo y de allí a todos los mecanismos nerviosos sensoriales, mecánicos motores y asociativos, la palabra suposición se transformó en supositorio. A mi cabeza le sonó bien, le pareció que funcionaba con cierta sofisticación. Y entonces lo dije:

“No podemos basarnos más en supositorios”.

Las monjas se miraron con malicia. Una de ellas, la coordinadora de disciplina, esbozó una sonrisa pícara y dijo: “sobre todo en supositorios”.

Entendí en ese momento que me había equivocado. Pensé que la palabra no existía, que había cometido un error equiparable al de aquel que dice “habemos” o “enchufle”. La ignorancia de las dimensiones de mi error no me alivianaron más. Había fallado la que nunca fallaba. Mis compañeras, sin embargo, pasaron por alto la falta. Ellas, como yo, tampoco sabían lo que significaba supositorio.

El asunto pasó sin más. No fui recordada especialmente por eso y, ya en el calor de la discusión, al universo de aquél salón se le olvidó. Años después leyendo alguna novela sobre argentinos y enfermeras vi la palabra. “Entonces sí existe”, pensé. Me abracé a la pequeña venganza de pensar que no había errado, que las monjas eran unas tontas que no sabían que la palabra supositorio existía. Busqué, pues, en el diccionario, sin saber que allí me aguardaba una verdad dura y terrible:
Supositorio.(Del lat. suppositorĭum).
1. m. Med. Preparación farmacéutica en pasta, de forma cónica u ovoide, que se introduce en el recto, en la vagina o en la uretra y que, al fundirse con el calor del cuerpo, deja en libertad los medicamentos cuyo efecto se busca.
Recordé el hecho que ya todos habían soslayado y sentí una profunda vergüenza; una apenas comparable con la de aquél que se somete a un supositorio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

JAJAJAJA

Qué pesar Liz no haber sido testigo de eso. Jamás te hubiera dejado en paz.

Más o menos puedo entenderte. El día que descubrí que enchufle no existía sentí una vergüenza retroactiva muy brava. No tanto como la del que se somete a un supositorio.

Saludos.

Lizeth dijo...

Ah no, yo no lo traje para que se burlara de mí :P.
A veces creo que es peor la vergüenza retroactiva porque entraña la impotencia de lo inmutable del tiempo pasado. No le cuentes a nadie lo del supositorio, por favor.

Saludo de regreso. Si te sigues burlando me quedas debiendo pollito.